Laureano Márquez
Que bien nos cae esta medalla de oro a los venezolanos para reconocernos todos en ella. Además, en esgrima, en la categoría de espada masculina, que aquí desde los tiempos de Bolívar no se peleaba con eso. Encima, ganada en el Reino Unido, cuya espada conquistó medio mundo y venciendo a un noruego, descendiente de vikingos, guerreros de los que dijo alguna vez un viajero musulmán: “son altos como palmeras y tienen las mejillas rojas. No usan túnica ni caftán. Los hombres llevan una capa que les cubre la mitad del cuerpo, mientras que un brazo queda al descubierto.
Cada uno lleva consigo un hacha, una espada y un cuchillo, armas que no dejan nunca. Sus espadas son anchas y planas, con acanaladuras al estilo de las armas francas”. O sea, es decir, que no es poca cosa a lo que se enfrentaba nuestro compatriota. Rubén se ha lucido, por donde lo miren.
Por otro lado, el esgrima es un combate en el cual los contrincantes se enfrentan sin hacerse daño. El nombre del deporte viene de “esgrimir”, que tiene origen en una palabra de origen franco, que significa “proteger”. Del esgrima la palabra pasa al uso común, para significar cualquier cosa usada para lograr un objetivo. Uno puede esgrimir una espada, pero también un argumento con la palabra. No es casual la similitud, en lengua inglesa, entre “espada” (“sword”) y “palabra” (“word”). Razonable cercanía, pues no cabe duda de que las palabras son las espadas más filosas y cortantes.
Este deporte también nos muestra que el hombre ha evolucionado desde el uso de la espada para matar, hasta convertirla en un arte inofensivo, lo que nos recuerda que la humanidad vale la pena, que el hombre es bueno, que hay esperanza y que hasta nuestras agresividades atávicas pueden transformarse en arte, en belleza.
Rubén, quien cumple hoy los 27 años, lleva como 20 practicando, otra gran lección para nosotros que pensamos que todo triunfo es instantáneo. Es sólo una determinación vital la que logra las grandes cosas. Imagínense lo que debe haber sido para él, desde tan pequeño andar con una espada al cinto para todos lados. Es que hasta supone uno los comentarios de su casa de la infancia: “pero bueno… ¿y qué hace ese muchachito jugando con esa espada?; bendito sea Dios… ¿hasta cuándo Rubén?; que ganas tengo de que juegue con una patineta, como los demás niños…”. Es que todo en él parecía predestinado a esta medalla: nace en Bolívar, estado que lleva el nombre de nuestra más celebrada espada, y como si esto fuera poco, fue criado en la urbanización Los Próceres (espadachines todos).
Una fractura con una patineta a los 12 años le obliga a cambiar de arma y de mano de florete a espada y de derecha a izquierda.
Ahora uno podría preguntarse retrospectivamente: ¿qué hacía ese muchacho jugando con una patineta?, poniendo en riesgo nuestro triunfo. Pero hay que decir que a esa “locura” de ese niño le debemos la medalla. No hay mal que por bien no venga.
En fin, Limardo nos recuerda a todos lo que se puede lograr con esfuerzo, trabajo, constancia y tesón. Palabras que cuando uno las nombra así sueltas parecen como de adorno, pero cuando se convierte en sentido de vida, en acciones cotidianas, en horas de trabajo, pueden levantar catedrales, pintar cuadros, construir naciones y hacer de un joven venezolano, como cualquier otro, el mejor del mundo.
Esa es quizá la mayor enseñanza que nos deja nuestro campeón olímpico. Por eso, con el noruego Edvard Munch, lanzamos un grito de alegría por este triunfo de nuestro compatriota, que nos ayuda a sobrellevar las circunstancias de un país que, a veces, lo que da es grima.
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