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Vladimiro Mujica
Quienes pretenden celebrar el deceso del Presidente como si se tratara de un tirano convencional están profundamente equivocados. La fabricación del mito de Chávez es una operación cuidadosamente diseñada para aprovechar políticamente su muerte
Es imposible imaginarse una inscripción consensual en la lápida del sepulcro del presidente Hugo Chávez. El demiurgo de las grandes divisiones y las grandes fracturas de la sociedad venezolana de estos tiempos parte dejando un país profundamente escindido, que difícilmente se pondrá de acuerdo sobre su legado, y acosado por una crisis de múltiples dimensiones. No habrá acuerdo sobre el texto del epitafio: este será impuesto, como tantas otras cosas en los últimos años, por una parte del país a la otra.
Quienes pretenden celebrar la muerte de Chávez como si se tratara de un tirano convencional están profundamente equivocados. No hay duda de que la acción de este hombre sembró miseria y desasosiego en la vida de los perseguidos y excluidos de la gracia revolucionaria. Pero en la misma medida sembró esperanzas y le dio carta de existencia a mucha gente que creyó y cree en él y para quienes se ha marchado un hombre de dimensiones épicas, un héroe de la revolución que merece un puesto en el Panteón Nacional. El comunicado de la MUD leído por Henrique Capriles fue un buen medido ejercicio en decir lo que era prudente y necesario decir sin sacrificar la credibilidad de los mensajeros.
Muchas son las incertidumbres que genera la partida de Chávez. Yo me cuento entre quienes piensan que no existe ningún motivo para celebrar. En primer lugar porque considero indigno regocijarme en la muerte de una persona, independientemente de las ofensas que quien muere haya cometido en vida. Si en algo se mide el triunfo de la perversión moral de una época es en si logra imponerse la insensibilidad como norma de conducta. En segundo lugar porque me resisto a aceptar la idea de que lo que no hemos podido resolver por la vía democrática se lo confiemos a una fuerza incontrolable como la muerte o a la idea de una justicia divina que actúa cuando los hombres fallamos en corregir y entender. Y, por último, porque el Ungido designado por el fallecido caudillo, y la plana mayor de la dirigencia revolucionaria, se preparan a hacer un ejercicio abominable de manipulación de la atadura emocional de buena parte del pueblo venezolano con el desaparecido Comandante para convertir su muerte en un camino seguro hacia su consolidación en el poder. Es decir, que todos los riesgos que se percibían en la revolución chavista siguen intactos y aún peores porque la falta de legitimidad y carisma de los herederos los puede conducir a muchos errores y a la represión. Es decir, que el escenario más factible es que vienen tiempos muy difíciles y que las cosas se pueden poner mucho peor antes de que comiencen a mejorar.
HALLAR UN LENGUAJE Ahora es más urgente que nunca el intentar entender qué tipo de emociones generó Chávez en la gente y encontrar un lenguaje y una acción que permita hablar sin imposturas con el otro país que encontró identidad en su figura y que llora por miles la partida del Comandante. La idea mágica y atractiva de la reconciliación hoy está, simultáneamente, más cercana y más lejana que nunca. Cercana porque los herederos de Chávez no son Chávez y tendrán que ganarse a pulso el respaldo de la gente, lo que abre una oportunidad para transmitir nuevos mensajes. Lejana porque a la alternativa democrática le falta mucho por crecer y aprender y porque sigue existiendo mucha gente que insiste en encasillar un fenómeno político y comunicacional como Chávez en un caso convencional de populismo.
Entremezclado con el duelo y la incertidumbre sigue al acecho la voluntad implacable de la oligarquía heredera por consolidarse en el poder.
La fabricación del mito de Chávez es una operación cuidadosamente diseñada para aprovechar políticamente la muerte del presidente. La denuncia de este hecho detestable debe ser cuidadosa y prudente, pero firme, y la misma debe navegar en paralelo con la defensa de la Constitución.
Después del duelo y la necesaria mesura opositora se reanudará la polémica que carcome las entrañas del país. Pero ahora ya no existe la hegemonía única del mando del caudillo que garantizaba la magia del poder absoluto manteniendo la fachada democrática. Ello determina que la tentación de la oligarquía heredera por asestar un golpe decisivo a las fuerzas democráticas sea ahora más grande que nunca porque deben hacerlo mientras el aura del mito alcanza para ocultar la sombra de la gravísima situación de un país en harapos. La luz del mito tendrá vida corta si el conflicto por el poder no se resuelve de manera decisiva.
Los del chavismo sin Chávez lo saben y es bueno que las fuerzas democráticas lo sepan también
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