ROBERTO GIUSTI
| EL UNIVERSAL
martes 2 de septiembre de 2014 12:00 AM
El 25 de diciembre de 1991
Mijaíl Serguéyevich Gorbachov anunciaba su dimisión como presidente de
la moribunda Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y poco después
atravesaba, por última vez, las puertas del Kremlin convertido en un
ciudadano común y corriente de la Federación Rusa. Se ponía así fin a 73
años de uno de los más fascinantes y terribles experimentos intentado
por el hombre para hacer buena la aspiración de la igualdad absoluta,
impuesta a golpes de martillo por un régimen que, desde el principio,
renegó rabiosamente de su objetivo supremo: la desaparición del Estado.
Pero la causa fundamental del derrumbe no respondía únicamente, como podría suponerse, a la inviabilidad de un régimen totalitario que suprimió las libertades y convirtió a la URSS y sus países satélites en un inmenso campo de concentración, de donde salió a relucir lo más oscuro y siniestro de la naturaleza humana. Pues bien, más poderosa que el rescate de medio mundo (literalmente) sometido a la servidumbre y el terror, la liberación de las repúblicas atadas al imperio o el pretendido avance de una tímida democracia impulsada por Gorbachov, resultó la terca realidad de una economía improductiva, que parecía conducir a la repetición de las hambrunas que habían costado, en los años 20 y 30, la muerte de más de 15 millones de personas. Era ese viejo y familiar fantasma, que ya se insinuaba en el horizonte, la razón por la que Gorbachov subía la cortina de hierro y se echaba en los brazos de Occidente clamando por "un chancecito ahí".
Se demostraba así que la URSS era un gigante con pies de barro, un inmenso país desarrollado a medias, azotado por profundos desniveles sociales, con tecnología de punta en materia armamentista, espacial y nuclear, pero estancado en la etapa de la industria pesada y en una economía sustentada solo en la exportación de materias primas, sobre todo petróleo, gas, carbón, coque y hierro. En lo demás, sobre todo en la producción de alimentos o fármacos, el fracaso quedaba a la vista en las larguísimas colas para adquirir los bienes de primera necesidad y en los cargamentos de víveres, procedentes de cualquier parte del planeta: trigo desde Estados Unidos, frutas y legumbres desde Israel o, el colmo de los colmos, un lote de arroz procedente de Pakistán. Parte de esa ayuda sería comercializada ilegalmente por la burocracia soviética, pero otra terminaría descomponiéndose en los depósitos del gobierno. Así, la segunda potencia del mundo, que prodigaba su riqueza en favor de los países súbditos, a costa del pueblo soviético, ahora doblaba el lomo de agradecimiento, en la pobreza, no solo ante su archirrival victorioso sino ante Tercer Mundo.
Para no retroceder mucho se podría decir que el tinglado había comenzado a desbarajustarse luego de la invasión a Afganistán (diciembre de 1979), cuando la guerra "colonial" incrementa la demanda de crudo y la industria no puede suplirla debido a la obsolescencia de su tecnología. Luego, en 1986, los precios petroleros se desploman y Gorbachov comienza una penosa andadura hacia la economía de mercado que no llega a cuajar y es rechazada por las grandes mayorías. Era el comienzo del fin de la era Gorbachov, de la guerra fría y de la utopía soviética.
Pero la causa fundamental del derrumbe no respondía únicamente, como podría suponerse, a la inviabilidad de un régimen totalitario que suprimió las libertades y convirtió a la URSS y sus países satélites en un inmenso campo de concentración, de donde salió a relucir lo más oscuro y siniestro de la naturaleza humana. Pues bien, más poderosa que el rescate de medio mundo (literalmente) sometido a la servidumbre y el terror, la liberación de las repúblicas atadas al imperio o el pretendido avance de una tímida democracia impulsada por Gorbachov, resultó la terca realidad de una economía improductiva, que parecía conducir a la repetición de las hambrunas que habían costado, en los años 20 y 30, la muerte de más de 15 millones de personas. Era ese viejo y familiar fantasma, que ya se insinuaba en el horizonte, la razón por la que Gorbachov subía la cortina de hierro y se echaba en los brazos de Occidente clamando por "un chancecito ahí".
Se demostraba así que la URSS era un gigante con pies de barro, un inmenso país desarrollado a medias, azotado por profundos desniveles sociales, con tecnología de punta en materia armamentista, espacial y nuclear, pero estancado en la etapa de la industria pesada y en una economía sustentada solo en la exportación de materias primas, sobre todo petróleo, gas, carbón, coque y hierro. En lo demás, sobre todo en la producción de alimentos o fármacos, el fracaso quedaba a la vista en las larguísimas colas para adquirir los bienes de primera necesidad y en los cargamentos de víveres, procedentes de cualquier parte del planeta: trigo desde Estados Unidos, frutas y legumbres desde Israel o, el colmo de los colmos, un lote de arroz procedente de Pakistán. Parte de esa ayuda sería comercializada ilegalmente por la burocracia soviética, pero otra terminaría descomponiéndose en los depósitos del gobierno. Así, la segunda potencia del mundo, que prodigaba su riqueza en favor de los países súbditos, a costa del pueblo soviético, ahora doblaba el lomo de agradecimiento, en la pobreza, no solo ante su archirrival victorioso sino ante Tercer Mundo.
Para no retroceder mucho se podría decir que el tinglado había comenzado a desbarajustarse luego de la invasión a Afganistán (diciembre de 1979), cuando la guerra "colonial" incrementa la demanda de crudo y la industria no puede suplirla debido a la obsolescencia de su tecnología. Luego, en 1986, los precios petroleros se desploman y Gorbachov comienza una penosa andadura hacia la economía de mercado que no llega a cuajar y es rechazada por las grandes mayorías. Era el comienzo del fin de la era Gorbachov, de la guerra fría y de la utopía soviética.
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