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Una sucesión autoritaria, en manos de un liderazgo pragmático, podría
evolucionar hacia una transición a la democracia
Rafael Rojas
El País
Noviembre 26, 2016
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/11/26/america/1480140131_688801.html
Si Fidel Castro hubiera muerto hace 10 o 15 años, quien habría desaparecido
era una figura histórica muy distinta de la que hoy se despide de este mundo.
Cuando una grave enfermedad intestinal lo obligó a apartarse del poder, en
el verano de 2006, el político cubano comenzó a ser algo diferente de lo que
había sido desde que organizó el asalto al cuartel Moncada, en los primeros
meses de 1953. Quien hoy muere es la sombra o el espectro de aquel. El
duelo actual es la caricatura de otro más profundo, vivido en la conciencia de
los cubanos desde mediados de la pasada década.
Por más de 50 años, aquel Fidel dedicó la mayor parte de sus muchas
energías físicas e intelectuales a un oficio que rebasa el territorio de la
política: la conspiración. Desde muy joven, tal vez desde los meses
posteriores al golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 encabezado por
Fulgencio Batista, Castro dijo adiós, para siempre, a la política democrática, y
se entregó en cuerpo y alma a lo que él y la mayoría de los jóvenes de su
generación entendían por una "política revolucionaria".
Esa manera de concebir y practicar la política se basaba en el diseño y
conservación de un grupo de personas comprometidas y leales a un líder
máximo —el propio Fidel— y a un proyecto político encaminado a la toma
violenta del poder, primero, y a la transformación integral de Cuba y de sus
relaciones con el mundo, después. El asalto al cuartel Moncada, el exilio en
México, el desembarco del yate Granma en el Oriente de Cuba y la guerrilla
de la Sierra Maestra serían momentos clave de la primera fase de aquella
empresa: la conquista del poder.
Luego de la llegada al poder vendría lo más difícil: la transformación de ese
país caribeño, a base de igualdad pero también de supresión de libertades, y
el aprovechamiento del capital simbólico de la revolución en la búsqueda de
una incidencia en el rediseño del mundo, durante la Guerra Fría. Habría que
reconocer que Fidel Castro también logró este segundo objetivo, más
ambicioso, aunque con altas y bajas. Nadie con mediana cultura histórica
podrá olvidar, por ejemplo, que en octubre de 1962 la opinión pública liberal
o socialista de Occidente, tal vez el auditorio al que siempre ambicionó
provocar o agradar, vio al joven líder cubano como una amenaza nuclear.
La pertenencia de Cuba al bloque soviético, por 30 años, funcionó como
bóveda protectora de las conspiraciones domésticas o internacionales de
Fidel. Fue durante esa larga pertenencia de Cuba a la órbita de Moscú que se
diseñaron los principales elementos del sistema político de la isla: purgas
cíclicas de la dirigencia revolucionaria, partido único, dominio de la esfera
pública, aniquilación de opositores por medio de ejecuciones, arrestos y
exilios, control de la economía, la sociedad civil y la cultura por parte del
Estado.
Fue también, en aquellas tres décadas, que Fidel Castro pudo intervenir con
mayor soltura en la política mundial a través del apoyo a las guerrillas
latinoamericanas, la descolonización africana y asiática, el Gobierno de
Salvador Allende en Chile, la revolución sandinista en Nicaragua o las guerras
de Angola y Etiopía. Los historiadores discuten la mayor o menor autonomía
de Castro dentro de aquella estrategia internacional, encaminada a
contrarrestar la hegemonía de Estados Unidos y las grandes potencias
occidentales en el Tercer Mundo. Pero lo cierto es que sin el apoyo Moscú
difícilmente la dirigencia cubana habría logrado sus objetivos básicos, en el
orden nacional, regional o internacional.
Lo sucedido en las dos últimas décadas postsoviéticas es la mejor prueba de
la rentabilidad de aquella dependencia. Sin el respaldo y la guía de Moscú,
que dotaba a la política cubana de una racionalidad modernizadora
particular, el liderazgo de Fidel debió reducir su área de influencia a América
Latina y al conflicto entre Cuba y Estados Unidos. Entre 1992 y 2006, los
peores atributos de una política voluntarista y ofuscada, que se habían
manifestado de manera intermitente en los sesenta y los ochenta (Cordón de
La Habana, Ofensiva Revolucionaria, Zafra de los Diez Millones, Mariel...), se
volvieron permanentes con el Periodo Especial y la Batalla de Ideas.
La llegada de Hugo Chávez al poder de Venezuela a fines de los noventa y la
posterior creación del bloque del ALBA marcó el momento de mayor
protagonismo de Fidel Castro luego de la caída del muro de Berlín. Pero ese
momento, por coincidir con la decadencia física del líder cubano, limitó las
posibilidades de su capitalización política por parte de La Habana. Lo poco
que alcanzó a hacer Fidel Castro en ese entorno reiteró, sin embargo, la línea
maestra de su estrategia mundial desde los años sesenta: la hostilización
permanente de la hegemonía de Estados Unidos en América Latina, aunque,
esta vez, reconstituyendo un circuito autoritario internacional, por medio de
la diplomacia petrolera de Chávez.
Lo mucho que esa manera conspirativa de entender la política y el rol de
Cuba en el mundo debía, estrictamente, a la persona de Fidel Castro pudo
comprobarse en los años que siguieron a su retiro del poder. De 2006 para
acá, el Gobierno cubano, en manos de Raúl Castro, ha descontinuado algunas
de las premisas que más claramente identifican el legado de su hermano.
Hoy, por ejemplo, la economía y la sociedad cubanas ya no están rígidamente
controladas por el Estado, ni la política exterior de la isla está obsesivamente
dirigida a hostilizar la hegemonía de Estados Unidos, ni la relación entre los
cubanos de la isla y la diáspora está tan estatalmente intervenida como
antes.
La muerte biológica de Fidel se ha producido varios años después de su
muerte política, en medio de un proceso de cambio, y este hecho abre un
signo de interrogación sobre su legado. El Gobierno de Raúl Castro se ha
esforzado en diferenciarse de su antecesor en la política económica,
internacional y cultural —no en la médula represiva y totalitaria del
régimen— porque advierte que la contradicción típicamente maquiavélica
entre medios y fines, que acusaba el proyecto fidelista, es inviable en el siglo
XXI. Dotar de derechos sociales básicos a la población a costa del abandono
del mercado y subordinar las relaciones internacionales de la isla al conflicto
con Estados Unidos eran métodos de la Guerra Fría, irrentables en una era
global.
Si el que hoy desaparece es la sombra o el espectro de quien rigió los
destinos de Cuba por casi medio siglo, la muerte de Fidel no debería tener
mayor impacto en la realidad de la isla. La ceremonia del duelo será prolija en
discursos melancólicos y restauradores, pero cuando se disipe la bruma
funeraria, las reformas iniciadas por Raúl Castro continuarán y, tal vez, se
profundizarán. A medida que esa transición a un capitalismo de Estado —o a
una democracia soberana— se acelere y la nueva Cuba del siglo XXI se perfile
socialmente, el legado de Fidel Castro tendrá mayores posibilidades de
rearticulación.
El país que saldrá de este periodo confuso de la historia de Cuba será —ya
es— muy diferente al que intentó construir la revolución hace medio siglo. A
pesar de que el actual desmontaje del orden revolucionario se hace en
nombre de Fidel, parece inevitable que viejos y nuevos actores políticos
reconozcan en el fidelismo una tradición abandonada en la práctica por el
actual Gobierno. Podría, incluso, contemplarse el irónico escenario de que un
fidelismo cubano del siglo XXI, en nombre de la reivindicación de valores
revolucionarios abandonados por la nueva élite militar y empresarial,
contribuya, junto a otras fuerzas políticas opositoras existentes, a la
inútilmente postergada democratización de la isla.
Rafael Rojas Gutiérrez (Santa Clara, 1965). Licenciado en
Filosofía (Universidad de La Habana). Doctor en Historia (El
Colegio de México). El ensayista e historiador cubano,
exiliado y residente en México. Es autor de más de quince
libros sobre historia intelectual y política de América Latina,
México y Cuba. Recibió el Premio Matías Romero por su libro
"Cuba Mexicana. Historia de una Anexión Imposible" (2001)
y el Anagrama de Ensayo por "Tumbas sin sosiego.
Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano"
(2006). En 2009 ganó, por unanimidad, la Primera edición
del Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco por su
obra 'Repúblicas de aire: Utopía y desencanto en la
Revolución de Hispanoamérica'.