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Mala hierba nunca muere reza el dicho y, por lo que se está viviendo hoy en Venezuela, no queda ninguna duda de que Maduro ha terminado por heredar los andares del anciano dictador chileno que llevó a la tumba a millares de jóvenes que simplemente no aceptaban el régimen militar que se les quería imponer por la fuerza.
La lucha contra el gobierno socialista de Salvador Allende le dio alas a los sectores más crueles y asesinos de las fuerzas armadas para que actuaran a sus anchas. No les bastó con perseguir y capturar a los sectores identificados con el socialismo de Allende, sino que, en una orgía de sangre, encerraron a todo aquel que enarbolara la bandera de la democracia, de la libertad de expresión y del respeto de los derechos humanos, valga decir, cualquier partido medianamente decente en lo político.
No solo se olvidaron de que eran soldados al servicio de un país y de los ciudadanos que allí convivían, sino que se prestaron para asesinar tanto en Chile como en el exterior a sus propios oficiales superiores, como el atentado mortal que hicieron contra el general Prats en Argentina.
Se convirtieron primero en títeres y luego en vulgares asesinos. Pinochet los pervirtió y ellos se volvieron adictos a la sangre, a matar sin remordimiento alguno y, de paso, enriquecerse en el ejercicio del poder.
No hay que hacer un gran esfuerzo para establecer los paralelismos con esa dictadura y la que hoy desgraciadamente sufrimos en Venezuela. Militares sádicos, groseros y corruptos siempre se multiplican en los regímenes dictatoriales. Alrededor del poder dictatorial se reúne lo peor de la sociedad, gente sin principios morales y sin escrúpulos, capaces de mentir y engañar a cada minuto a sus coterráneos y al mundo, de torturar y matar como si nunca hubieran pasado por una escuela militar severa y estricta en sus principios. La famosa casa de los sueños azules la han convertido estos pillos en una casa pintada de rojo sangre.
Y cuando un militar va en contra de lo que sus profesores le enseñaron y del espíritu y los principios de la academia que los formó con tanto rigor, entonces todo está perdido para esas promociones de oficiales que se formaron para proteger a la patria y no para cuidar bandidos y corruptos. Y eso es, casualmente, lo que está haciendo un grupito de oficiales que ya no tienen nada que perder porque, como lo hemos visto en estas semanas, hasta el honor lo tiraron a la basura.
Este es el punto fundamental de lo que nos ocurre: las armas están en manos de quienes deberían defender al pueblo y la Constitución, pero, ¡ay!, no lo hacen. Nadie entiende por qué respaldan a un gobierno inepto e inmoral cuando la sociedad entera les pide de rodillas o a pecho abierto que pongan fin a los sufrimientos de la patria.
Basta con que, en pleno y sin fisuras, le retiren la confianza a esta dictadura que nos impuso a un ex presidiario como jefe máximo de la justicia en el país, a un agente cubano del cual es público y notorio sus relaciones íntimas con Cuba como defensor del pueblo, o que coloquen a Caracas en manos de un general de amplio prontuario como vejador de derechos humanos como una
suerte (o desgracia) de “gobernador metropolitano”.