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Milagros Socorro
Al cabo de un rato es posible discernir, sin riesgo a equivocarse, cuándo pasa una monja y cuándo, una de las empleadas que trabajan en el convento. Las religiosas tienen paso liviano, casi imperceptible. Cuando vienes a ver, ya las tienes, presurosas, recortadas en el marco de la puerta, con sus pesados hábitos negros hondeando al ritmo de sus zancadas. Van raudas, con pisada de fieltro, siempre atareadas. Las jóvenes laicas, vestidas con uniformes estampados colores pasteles, parecieran usar chanclas de acero, tal es el estrépito de su tránsito por el pasillo. Poco más vamos a percibir del lugar donde nos encontramos. Estamos en un convento que alberga un hospicio para niños y un colegio.
Nos han pedido que no demos nombres ni ubicación. Hemos ingresado por un callejón tranquilo, en algún recodo de Caracas, donde se encuentra la fachada de acceso. Una religiosa nos ha recibido en la puerta e inmediatamente ha hecho llamar a Elena Rodríguez Marabay viuda de Brito. La congregación religiosa y la institución que regentan, con esa prolijidad propia de las monjas, constituyen el hogar de la familia de Franklin Brito. No tienen otro lugar donde ir y, de momento, carecen de los medios para alquilar un apartamento y hacerse de algún menaje.
La historia es como sigue. Franklin Brito y Elena vivían en su casa de Guarataro, municipio Sucre, estado Bolívar, al sur de Venezuela. Se habían casado cuando él tenía 26 años y ella, 18, tras un noviazgo de dos años, iniciado poco después de que se conocieran, gracias al hecho de que Franklin era amigo de los hermanos de Elena. Para el momento en que la vida les asesta el coletazo que haría saltar su normalidad en mil pedazos, la pareja tenía ya sus cuatro hijos: Francia, la mayor, hoy de 23 años y casada; Angela, la muchachita que asombró al país por su entereza, su coraje y su capacidad para retener información relacionada con el caso de su padre (es capaz de expresarse con todo solvencia como una abogada, pero también como una perita agropecuaria, como una médica y como una letrada en derechos humanos). En la actualidad, Angela tiene 20 años, era una liceísta cuando todo empezó. Y están también los gemelos, Franklin y José Franklin, hoy de 14 años, de quienes se sabe poco, excepto que fueron objeto de la prohibición de ver a su padre durante 9 meses. Con dos excepciones: unos minutos el día del padre y muerto, ya en su féretro sobre el que derramaron las lágrimas que marcaron el fin de su infancia.
La casa del Guarataro está vacía. O, peor, vaciada. Tuvieron que vender todo el contenido para ir sobreviviendo, hasta que no quedó nada. Pero, además, ya no vivían allí. Tenían que permanecer en Caracas, adonde Franklin Brito decidido trasladarse para hacer visible la protesta a la que se entregaría por la terrible injusticia de la que había sido objeto.
Franklin Brito nació en Irapa, estado Sucre, el 5 de septiembre de 1960, en el hogar de Pedro María Brito y Josefina Rodríguez, comerciante y ama de casa., respectivamente. A los 11 años su madre se lo llevó a vivir a Río Caribe para que terminara el bachillerato. Y luego se trasladó a Caracas para inscribirse en la Universidad Central de Venezuela, donde completó la carrera de Biología. En mayo de 1999, compró un fundo en Guarataro, estado Bolívar, al que puso el nombre de “Iguaraya”, y se dedicó a la producción agropecuaria, actividad de su pasión. En ese momento, el Instituto Agrario Nacional (IAN), le adjudicó la propiedad del fundo y, posteriormente, el ya entonces llamado INTI le reconoció la posesión del lote de terreno.
En esos años, el devenir de la familia transcurrió con los sobresaltos propios del trabajo en el campo, pero, a la vez, en un clima de sosiego y extraordinaria salud física y mental, atribuible a las ideas de Franklin Brito con respecto a la alimentación y a los métodos para fortalecer y conservar la buena salud y el equilibrio. Su esposa Elena resalta la fortaleza física de todos. No les picaba ni coquito, porque atendían lo que comían con minuciosa exigencia. Eso explica que a esa casa no entrara jamás una aspirina ni un antibiótico. Nadie lo necesitó nunca. Todos se acogían a las observaciones y principios de Franklin Brito, quien, es preciso insistir, tenía un gran conocimiento del organismo y sus procesos. Al tiempo que era muy religioso y concedía tanta importancia al ejercicio físico como a la calistenia espiritual. Un paisaje interior que no coludía con la admiración que en su juventud le prodigó a Fidel Castro y, posteriormente, con su fervor chavista… disuelto como en ácido un día de mayo de 2003, cuando el INT otorgó a terceros (invasores, ha escrito Marciano, el seudónimo tras el cual se mal esconde José Vicente Rangel), un par de cartas agrarias sobre dos lotes de terreno que abarcaban gran parte del fundo de Brito, con el agravante de que se le eliminaba toda vía de acceso a “Iguaraya”. Sin lugar a dudas, se trataba de un acto de atropello, demagogia y torpeza que el Estado y sus representantes han podido –han debido- corregir de inmediato. No fue así. Y entonces Franklin Brito se dedicó a acudir a diversas instancias nacionales e internacionales para denunciar la situación. Al topar sistemáticamente con la sordera de todos a cuantos apeló para conseguir justicia, optó por la huelga de hambre. La primera la inició en 2005 y ya el 2 de julio de 2009, abrazó esta forma de alegato de manera radical. De hecho, la que terminaría con su muerte era la séptima huelga de hambre que emprendía. Fueron siete años exigiendo la titularidad de su tierra. Iba a morir en el Hospital Militar de Caracas, donde permaneció 260 días, desde 13 de diciembre de 2009, cuando fue sacado de la sede de la OEA y llevado al citado centro de salud contra su voluntad, sin obtener justicia: pese a las sucesivas promesas oficiales, no logró la titularidad del terreno. Tampoco consiguió que el Instituto Nacional de Tierras revocara las cartas agrarias que sobre su fundo había entregado a otras personas, ni que se legalizara la indemnización que el Estado le dio en 2007.
Tal como lo glosó Marino Alvarado, director de Provea, la muerte de Brito fue “el resultado de un mandato intolerante, intransigente y negado al diálogo. El Ejecutivo es responsable desde que le quitaron sus tierras (en 2003). El Ministerio Público es responsable desde que la Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, ordenó que fuese trasladado contra su voluntad al Hospital Militar. La defensora del pueblo es cómplice porque confabuló para presentarlo como un demente. El juez que llevó el caso (Lenín Fernández) es responsable porque negó que se cumpliera la orden del director del hospital de dar de alta a Brito (el pasado 1º de marzo), y los diputados oficialistas son responsables porque alentaron a que el Ejecutivo actuara como lo hizo”.
Por cierto que la reclusión forzosa de Brito, cosa penada internacionalmente, así como su trágica muerte, supusieron la fortuna de algunos, que serían ascendidos tras el funesto desenlace, como Juan Carlos Loyo, ex director del INTI, nombrado ministro; y Elías Jaua, ex ministro, fue designado vicepresidente ejecutivo.
Mientras Brito se enfrentaba al poder como un titán con el arma imbatible de su voluntad y una dignidad que provocaba, en quienes se enteraban de los detalles del caso, una especie de incomodidad con no pocas dosis de incomprensión, decía, pues, que mientras esto ocurría en Caracas, Elena empezó por vender la licuadora de su casa en Guarataro. Semanas después fue desprendiéndose de otros enseres hasta que llegó el momento en que la casa quedó convertida en un cascarón vació. Y casi al mismo ritmo, los ahorros se agotaron. Mientras ella se dividía entre Bolívar y la capital, para atender a sus hijos y apoyar a su marido, los muchachos pasaban mucho tiempo solos o en compañía de la madre de Elena, quien se mudó temporalmente para echar una mano. En ese predicamento, comenzaron a recibir las visitas de un conocido asesino de Guarataro, que, a la vista de los vecinos, venía diariamente a amenazar. Nadie le paró las patas.
Ya era demasiado. Tenían que irse de allí para que cesara aquel tormento y estar todos juntos. Pero, ¿a dónde irían, si estaban en la carraplana? Una cadena de acontecimientos que involucraron a la Iglesia, concluiría con la invitación de estas monjas, quienes les abrieron las puertas del convento y se las arreglarían para que los gemelos continuaran sus estudios. La solidaridad y el soporte concreto han sido de tal magnitud que, después de que el carro de Elena fuera robado en el mero estacionamiento del Hospital Militar (sin que nadie se hiciera responsable o le diera una mínima respuesta), las religiosas se han ocupado, inclusive, del transporte escolar de los muchachos.
Allí residían mientras Franklin Brito era sometido, por mencionar algunas de las iniquidades que se permitieron sus verdugos, a lo que él mismo consideró “un secuestro”, puesto que lo llevaron al Hospital Militar sin su consentimiento, más aún, con su expreso desacuerdo, y, una vez allí, le impidieron recibir la visita de sus familiares, con la excepción de su esposa, Elena, y su hija, Angela, quienes debían entrar una a la vez; le impusieron una evaluación psiquiátrica llevada adelante por profesionales no aprobados por el disidente, a la que, sin embargo, se sometió gustoso. Ninguno de los siete psiquiatras encontró, por cierto, indicios de insania mental. Pero lo peor, lo más cruel, fue, a no dudarlo, las reiteradas mentiras que sin ningún rubor le decían los funcionarios, con el objetivo de que Brito suspendiera las huelgas de hambre. Hacían un compromiso con ;el, le insuflaban esperanza y luego daban declaraciones públicas en sentido totalmente contrario a lo que habían con él.
Cuando todavía estaba en la OEA, la presidente de la Asamblea Nacional, Cilia Flores, aseguró que estudiaría el caso y agilizaría las peticiones de Brito. Desde luego, esto no ocurrió. Más tarde, se produjeron arios episodios de similar jaez, hasta que llegó el último, el más devastador, cuando el INTI consiguió que Brito levantara su última huelga de hambre, que llevaba 154 días continuos, con promesas de cumbiambera. El 4 de diciembre de 2009, la Fiscalía aseguró que las por los daños causados al no haber podido trabajar su fundo durante 7 años. Bueno, si eso se verificaba en la realidad, el Ghandi de Venezuela habría conquistado sus objetivos. Brito aceptó que le administraran sueros nutritivos cuya naturaleza y dosis él mismo supervisaría con talante científico. Vana ilusión. El 5 de diciembre, el INTI declaró, para la Agencia Bolivariana de Noticias que, en realidad, ese organismo nunca había perjudicado a Brito y que la revocatoria había sido pergeñada para que él dejara la huelga.
Pocos días antes de su fallecimiento, Brito creyó otra vez desplegado el camino de su redención. Aunque con retrasos y reticencias, Juan Carlos Loyo, ministro de Agricultura y Tierras, fue a visitarlo. Angela dice haber presenciado el momento en que el funcionario se asombró al ver a su padre.
-¿Cómo me dejaron poner así? Me estoy muriendo-, le dijo Brito.
-Te prometo que esto se va a resolver- se comprometió el ministro. Pero nunca volvió por allí. Y en cuanto tuvo la prensa oficialista delante, hizo declaraciones en el tenor acostumbrado. Fue la sentencia de muerte del productor agropecuario.
Los días pasaban. La familia vivía en el convento. Y Fanklin Brito soportaba un trato denigrante en el Hospital Militar, donde, según narran Elena y Angela, era tratado con rudeza y abiertas burlas por muchos de los médicos (que llegaron, por ejemplo, al pueril procedimiento de rodear la cama del yacente y al unísono quitar la envoltura de unos bombones y saborearlos mientras les daban lambetazos) y por la mayoría del personal paramédico, a quienes nadie enseñó que no se puede despertar mil veces a un paciente y muchos menos reírse de lo macilento que está y de los aletazos que sobre su cabeza da el pájaro de la muerte. El relato de la estancia en la Terapia Intensiva, donde Brito fue arrumbado en una especie de depósito de medicinas, contiguo al baño del personal, helado, ruidoso… Es un testimonio estremecedor que incluye el día en que, inmediatamente después de la visita de Loyo, Franklin Brito fue sedado a contravía de su expresa voluntad. Y ya no volvería a ser el mismo. Elena asegura que cuando los médicos y las enfermeras salieron de la habitación, y ella pudo ver a su esposo, sumido en la inconsciencia, con hipotermia, incapaz de hablar y ni siquiera de abrir los ojos, fue hacia la papelera del cuarto y allí encontró, vacía, una ampolla que, al someter al análisis de médicos amigos, resultó ser el continente de un antipsicótico. A partir de ese momento Brito perdió el control de su condición de huelguista. No pudo seguir llevando la cuenta de los c.c. que ingresaban a su organismo y de los que salían, excretados por la orina.
Días antes de cumplir 50 años, murió sin haber recobrado del todo la conciencia. Su familia lloraba con las cabezas juntas, en el ambiente apacible del convento, cuando se enteraron de que la Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, planeaba culparlos de instigación al suicidio.
Ha llegado el momento de recoger mis cosas y marcharme. Voy a despedirme a Elena y de repente siento curiosidad.
-Elena, ¿cuál es su segundo nombre?
-Iguaraya –me dice. Y ahoga un sollozo.
Publicado en la Revista Clímax, julio de 2011