Jorge Volpi
Aunque vivimos en un torrente caótico,
no podemos resistirnos a proveerle cierto orden a los acontecimientos:
De allí nuestra obsesión por calificar los años como buenos, malos o
regulares, como si fuesen cosechas. Cabría decir entonces que, en
términos globales —a México dedicaré mi siguiente columna—, 2014 fue
cuando menos mediocre. A diferencia de esos años extraordinarios en los
que todo parece conjuntarse para darle un vuelco a la Historia (pensemos
en 1989, 2001 o incluso 2008), éste estuvo plagado de decepciones y
promesas incumplidas, marcado por la grisura y la mezquindad desde sus
inicios.
Pero 2014 tampoco fue, como vaticinaban
los fanáticos de los aniversarios, un reflejo de 1914, cuando comenzó la
Gran Guerra. Si bien llegó a creerse que el orden global podría volar
en pedazos cuando Putin rompió el principio de inviolabilidad de las
fronteras, sus bravuconadas no llegaron a provocar un conflicto
generalizado. Aun así, la ilegal anexión de Crimea no dejó de ofrecer
una señal ominosa que ninguna sanción económica logrará revertir: la
idea de que basta una demostración de fuerza para que un hecho semejante
sea tolerado como un fait accompli.
Tampoco hay olvidar que, para llegar a
este desenlace, mucho tuvo que ver la incongruencia con la cual la Unión
Europea, Estados Unidos y numerosos comentaristas liberales apoyaron un
golpe de Estado en Ucrania e impusieron una abstrusa versión oficial de
los hechos. Que su gobernante fuese impopular —y con claras tendencias
represivas— no es argumento suficiente, pues enmascara que decenas de
pares suyos, tanto o más impopulares y represivos, jamás reciben un
apoyo paralelo por parte de la preocupada comunidad internacional.
Menos visible que la insólita
desaparición del vuelo 370 de Malaysian Airlanes fue el secuestro de 276
jóvenes en Nigeria por parte de los radicales de Boko Haram en marzo:
un nuevo (y efímero) recordatorio de las condiciones de inequidad que
dominan en el orbe, donde los habitantes de África, y en particular las
mujeres, sufren condiciones de explotación y miseria intolerables, que
el Ébola no ha hecho sino empeorar. Pero fuera de las consabidas
campañas humanitarias, ningún político del Occidente rico —pero en
crisis— se atreve a proponer una auténtica redistribución de la riqueza
planetaria, ni siquiera en lo que respecta a alimentos y medicinas.
Aunque nos ceguemos, todos somos cómplices de lo que ocurre en esa parte
del mundo.
A la errática política estadounidense
desde el 11-S se debe también el auge del Estado Islámico: no sólo un
nuevo grupo terrorista, sino uno que aspira a sustituir al Estado allí
donde vence: justo esa porción del Medio Oriente que en teoría fue
rescatada para la democracia. Como en África, nada alienta las
esperanzas en la zona, paralizada entre la dureza de Israel, la
impotencia de Estados Unidos y la disfuncionalidad de los regímenes
árabes. Otra vez: la hipocresía de unos y otros condena a millones
—palestinos y árabes en su mayoría— a ser rehenes de unos cuantos.
Esa misma hipocresía reina incluso en la
vida interna de Estados Unidos: la más antigua —y cacareada— democracia
del planeta, muestra que la justicia continúa siendo distinta para
blancos y negros, como prueban incidentes como los de Ferguson. Pero la
derecha no cede un ápice: tras mantener el congreso y conquistar el
senado, el Partido Republicano se erige como un muro contra cualquier
cambio que pueda beneficiar a los negros, los hispanos o los más pobres.
En este marco, la orden ejecutiva de
Obama para regularizar a cerca de 4 millones de sin papeles se publicita
como un acto heroico, cuando no es sino la medida desesperada de un
presidente cuyo legado no estará en sus reformas, sino en estos
desplantes solitarios. El último de los cuales, la negociación con Raúl
Castro para restablecer relaciones diplomáticas, constituye una de las
pocas buenas noticias del año, si bien no conlleva nada cercano al fin
del bloqueo o del autoritarismo que persiste en la isla.
Aquí y allá, pues, nada excepto medidas
paliativas, gestos simbólicos, naderías: 2014 como un año casi vacuo,
rijoso, incómodo, en el que ningún actor —ni una Rusia en crisis
económica, ni una China desacelerada, ni unos Estados Unidos
petrificados, ni una Unión Europea sin recuperarse, y menos un resto del
mundo sometido a la misma desigualdad de siempre— consiguió ningún
avance significativo. Lo peor es que nada permite suponer que 2015 vaya a
ser mejor.
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