Ricardo Haussmann
A través de América Latina, los ciudadanos, que hasta hace poco tiempo sentían entusiasmo por sus gobiernos de izquierda, parecen estar cambiando de opinión. En Brasil y Venezuela quieren sacar a sus líderes. En Argentina ya lo hicieron. En Bolivia rechazaron la propuesta del presidente Evo Morales de enmendar la Constitución a fin de que él pudiera postularse a otro periodo presidencial. Y en Perú ninguno de los candidatos de izquierda llegó a la segunda vuelta de la elección presidencial, que se efectuará el 5 de junio. ¿A qué se debe el cambio de preferencias?
Aprender a partir de la experiencia es algo mucho más complejo de lo que parece. Es imposible revivir el pasado, solo se puede contar historias acerca de él –y las historias que contamos tienden a no ser un reflejo fiel de la realidad de los hechos–. No hay lugar donde esto sea más válido que en América Latina.
La narrativa propugnada por los recientes líderes izquierdistas de la región –especialmente por Luiz Inácio Lula da Silva de Brasil, Hugo Chávez de Venezuela y Cristina Kirchner de Argentina– se basaba en una lucha de clases renovada entre “el pueblo” y lo que se podría llamar “los antipueblo”. Afirmaban que las políticas que los antecedieron eran prorricos debido a que los gobiernos que las propulsaban estaban sometidos a los ricos. Sus movimientos populares supuestamente se rebelaron contra una estructura política –caracterizada por élites locales en estrecha colaboración con el imperialismo (es decir, Estados Unidos, por lo general)– que protegía los intereses de los antipueblo.
No obstante, el hecho de que hoy en día los ciudadanos estén desechando la izquierda y sus políticas supuestamente “propueblo” no se debe a que ahora prefieran a la “clase enemiga”, sino a que han cambiado de narrativa.
Además de la que se refiere a clase, en América Latina existen por lo menos tres estructuras narrativas que son prominentes en el ámbito político. Una de ellas se enfoca en la corrupción: los que vinieron antes eran corruptos, así que nos deshicimos de los sinvergüenzas. Ahora, los nuevos chicos también empezaron a robar, de modo que –sea cual sea su política– ha llegado el momento de que se vayan.
Una tercera narrativa se basa en teorías económicas contrapuestas. La década de los noventa del siglo pasado fue la era del neoliberalismo, una visión económica del mundo que equivocadamente supuso que los beneficios del crecimiento económico se derramarían hacia los de abajo; el gobierno debía abrazar la austeridad y hacer poco más que dejar que el mercado hiciera lo suyo. Los nuevos gobiernos de izquierda tenían una teoría económica superior, que podía impulsar el crecimiento económico y al mismo tiempo crear oportunidades para los de abajo. Hoy, en medio de un estancamiento inflacionista, los ciudadanos deben de estar poniendo en duda esta alternativa.
La narrativa final destaca el papel que tienen las condiciones externas –la buena suerte, no las buenas políticas– en determinar el desempeño económico. Cuando los precios de las materias primas suben y el capital internacional es abundante y barato, como en los años setenta y en 2004-2012, los responsables de formular políticas parecen genios. Cuando la situación se revierte, como ha ocurrido en fecha reciente, parecen tontos.
Los gobiernos llegarán a ser más efectivos en el futuro solamente si los ciudadanos aprenden a volverse más exigentes en cuanto a las políticas que demanden de gobiernos futuros. Sin embargo, ninguna de las narrativas políticas latinoamericanas enseña nada nuevo ni útil. Después de todo, ni Lula ni Chávez sucedieron a un gobierno de derecha: sus presidencias fueron precedidas por gobiernos de izquierda, liderados por miembros de la Internacional Socialista.
Lula no inventó las transferencias monetarias condicionales: se limitó a expandir y a cambiar el nombre de un programa que heredó. Chávez no nacionalizó la industria petrolera; ello se hizo en 1976. Y Cristina y Néstor Kirchner eran peronistas, pero en su narrativa se borró de la historia el papel de su partido, que estaba en el poder cuando se llevó a cabo la mayor parte de los asesinatos de la “guerra sucia” de la década de los años setenta.
La verdad es que la mayoría de los países latinoamericanos manejaron mal el auge de los años setenta y, cuando la situación se revirtió, terminaron en la crisis de la deuda de la década de los ochenta. En un comienzo, todos manejaron mal esta crisis también. Los gobiernos de pronto se encontraron con ingresos muy inferiores a lo que esperaban al tiempo que los mercados no estuvieron dispuestos a prestarles la diferencia, por lo que terminaron emitiendo moneda, con lo cual se debilitaron los tipos de cambio y aumentó la inflación. A fin de evitar esto, optaron por otro callejón económico sin salida: el control cambiario y de precios.
A la larga, adoptaron una estrategia diferente a fines de los años ochenta: reestructuraron la deuda, eliminaron los controles financieros e impusieron la austeridad, elevaron los impuestos y redujeron el gasto para poder dejar de emitir moneda. Y los ciudadanos terminaron por reelegir a presidentes como Carlos Menem de Argentina, Fernando Henrique Cardoso de Brasil y Alberto Fujimori de Perú, precisamente debido a que ellos lograron superar la crisis de la deuda, equilibrar el presupuesto y reducir la inflación.
Pero justo cuando se suponía que iban a cosechar los frutos de su ardua labor, la crisis asiática de julio de 1997 hizo que colapsaran los precios de los productos básicos, lo que obligó a Rusia a entrar en cesación de pagos en agosto de 1998 y esto cerró el acceso a los mercados de capital a todos los países emergentes debido al contagio financiero. A ello siguieron las crisis de Venezuela (1998), Brasil (1999) y Argentina (2001), y fue en este contexto que se dio la elección de Chávez, de Lula y de Kirchner.
Y por esas cosas del destino, la situación tuvo un giro dramático en 2004: los precios de los commodities iniciaron el auge de mayor duración que hayan tenido –el superciclo– y se disparó la avidez de los inversores por la deuda de los mercados emergentes. Así, desapareció la necesidad de austeridad, ya que se podía incurrir en mayores gastos sin emitir moneda o sin que se agotaran las divisas. Sin embargo, la bonanza económica fue mal manejada, condujo a un despilfarro fiscal, y el fin del auge dejó las economías en recesión y a los ciudadanos con sus sueños rotos.
Argentina, Brasil y Venezuela se metieron en una situación sorprendentemente similar a la de fines de los años ochenta. En consecuencia, las soluciones también han de ser similares. Los ciudadanos apoyaron con entusiasmo el gasto extravagante durante el auge. Aplaudieron cuando Rafael Correa de Ecuador eliminó un fondo de estabilización del petróleo que había heredado y cuando Chávez, en lugar de reservar fondos para un periodo de vacas flacas, quintuplicó la deuda pública externa. Ahora, cuando se ha terminado la fiesta, quieren gobiernos más conservadores que estabilicen la economía y restauren la confianza del mercado que es necesaria para alentar la inversión privada.
Hasta que los ciudadanos aprendan lo que deben pedir a sus gobiernos, están condenados a que les disguste lo que terminan recibiendo. Desgraciadamente, las narrativas políticas que hoy dominan en América Latina no están contribuyendo al desarrollo de este proceso.
Copyright: Project Syndicate, 2016.http://www.project-syndicate.org
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