Domenico Chiappe
Entre el protagonismo del narrador que centra la trama en su propia experiencia y la invisibilidad y omnipresencia de quien se sitúa fuera de la acción, la narración en segunda persona permite sublimar lo íntimo, aflorar la introspección, confesar. Decir aquello que a nadie más se diría. Sólo a ese “otro” a quien va dirigida la palabra. Ese “tú” que en ocasiones se presta también a la duplicación del sujeto narrativo. Un desdoblamiento, un mirarse en el espejo. Para escucharle, para observar las imágenes que se crean por gestualidad y por écfrasis hay que agüeitar, agazapados como fisgones, al emisor y al oyente.
Superado el debate de la objetividad fotográfica, y abiertos los caminos para documentar la realidad desde el punto de vista autoral, la narración visual se nutre de recursos que antes parecían propios de la literatura (y dentro de la escritura, de la ficción). El fotógrafo, según quiera contar su universo retratado desde adentro o desde afuera, asume una perspectiva desde la que traza una estrategia para mirar el tema. Una mirada que luego transmitirá con la obra fotográfica, en la que se volcarán también, como en el texto, criterios estéticos. Si se quiere contar desde “adentro” de la acción, recurrirá a la primera persona, el autorretrato. Si se narra desde “afuera”, la tercera persona, mediante la elección de alguien a quien convertir en personaje, en eje de esa historia.
Pero el fangoso territorio de la segunda persona, tan difícil de lograr con coherencia en literatura, estaba muy poco explorado en la fotografía. Mucho antes de que surgiera, con el impulso y la venia de las redes sociales, lo que Fontcuberta teorizó como “reflectogramas”, que eran los retratos en el espejo, sobre todo de baños y dormitorios, usualmente eróticos, había un fotógrafo que desde los ochenta trabajaba ese retrato en el espejo, con una retórica todavía más compleja que la del autorretrato especular popularizado en Internet.
En Venezuela, Vasco Szinetar se dedicó a retratar a artistas y creadores alejado del tradicional discurso de la tercera persona que se ha mantenido en este género fotográfico desde sus inicios. Szinetar eligió la mirada susurrante de la segunda persona para mostrar ese diálogo entre él, fotógrafo, y su retratado. Lo hizo en una doble vertiente. Por una parte, eligió los servicios de hoteles, casas, despachos, donde encontrar un espejo y allí hacía la fotografía que, más que un retrato, era una narración con dos tramas. La del fotógrafo y la de su acompañante, desubicado por la originalidad.
Al igual que en los reflectogramas que surgieron más de dos décadas después, quien acciona la cámara se desnuda. En el caso de Szinetar, no de manera literal. No insinúa ni muestra la piel. Es aún más profunda, y por eso la segunda persona funciona con la eficacia literaria: su desvelamiento es intelectual, y surge por confesión: a quién admira, con qué alegría lo captura para su propia biografía. Borges, Rushdie, García Márquez, Vila-Matas… además, algunos de estos retratos capturan el rictus más espontáneo de estos intelectuales, acostumbrados a la pose pero no a la locura contagiosa de su interlocutor.
Nosotros, el público que observa la obra de Vasco Szinetar nos entrometemos, por esta magia de una perspectiva bien elegida, entre dos personas que parecen no querer testigos. Y sin embargo, ahí estamos, escuchando el murmullo que surge de esa mirada.
Otra vertiente de este mismo proyecto vital de Szinetar, quizás menos conocida que sus (auto)retratos en el espejo pero que data de la misma fecha y en ocasiones con los mismos sujetos, es la que produjo volteando la cámara, calculando a pulso el enfoque y adaptándose a la distancia del brazo. Fue esta escasa lejanía la que obligó a los retratados a acercarse, a rozar sus rostros y sentir, uno y otro, desprotegidos, la tersura de la carne. En esta serie llamada Cheek to cheek (cachete a cachete, en venezolano) se percibe la suavidad de las sienes, la aspereza de la barba, la espesura del sudor. En la visión que nos llega se mezcla tacto y olor.
La habilidad del fotógrafo fuerza el primer plano donde, más que insistir en la duplicación (por partida doble) que permitía el espejo como eco de la segunda persona narrativa, se viraba la perspectiva para aumentar la narración del Yo. El autorretrato de plano cerrado donde el contexto se suprime por efecto de esa mínima distancia que no deja respirar al obturador, pero también por la intención del autor, pionero en ese plano que treinta años después deviene en “selfie”, y exacerba la exploración del mundo alrededor del ego. El Yo convertido en superyó.
Aunque precursor del selfie, la obra de Szinetar poco puede vincularse a esta forma de expresión fotográfica, cercada por el amateurismo y la banalidad. En sus primeras imágenes, datadas en 1982, e incluso en las de mediados de los noventa, los rostros atentos al lente, denotan concentración y expectación. Miguel Otero Silva, Arthur Miller, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Nicanor Parra… Eran tiempos en que sólo la complicidad con el fotógrafo allanaba la duda de tal experimento. En las fotografías más recientes, instaurado el selfie como especie de autógrafo, como suvenir y sucedáneo de la memoria, los rostros se relajan, habituados ahora a esa cercanía, que pone fin al experimento de Sz
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