Monday, May 16, 2016

Venezuela: Cómo es vivir en un Estado fallido

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Moisés Naím 15 de mayo 2016 - 12:01 am

Cuando se habla de un “Estado fallido” la imagen más común es la de un muy pobre país africano donde masacres, hambrunas y epidemias son la norma y en el cual el gobierno existe más para enriquecer a quienes tienen el poder –y reprimir a sus ciudadanos– que para prestar servicios públicos o proteger a la población.  No es lo que viene en mente cuando pensamos en Venezuela, con sus rascacielos, bancos, autopistas, su amplio historial democrático, sus enormes reservas de petróleo y su gobierno que enfatiza su amor por los pobres en su discurso.
Pero la realidad es que el Estado venezolano ha dejado de cumplir muchas de las funciones básicas que caracterizan un Estado: de la seguridad ciudadana al acceso a alimentos o medicinas, la prestación de servicios públicos básicos, un mínimo manejo de la economía o la defensa de las fronteras del país. La polarización política, la propaganda y la admiración romántica que aún queda por el carismático Hugo Chávez hacen que la discusiones y titulares sobre Venezuela oculten los extremos de fracaso gubernamental y tragedia humana que hoy se viven en ese país. Pero más útil que el debate teórico sobre la falla del Estado en Venezuela es ofrecer algunas viñetas de la vida cotidiana que ilustran la crisis humanitaria y el robo masivo que consume a este pobre país rico de América Latina.
 
¿Quién mató a Maikel Mancilla?
A sus 14 años, Maikel Mancilla llevaba 6 luchando contra la epilepsia. Su enfermedad estaba más o menos controlada gracias a la lamotrigina, un anticonvulsivo común. Pero conseguirlo se hizo cada vez más difícil y se transformó en una tarea épica para todo la familia. A medida que aumentaba el desfase entre el coste real del fármaco y el precio al cual el gobierno autorizaba su venta en las farmacias, encontrarlo se volvió imposible.
El 11 de febrero, Yamaris, la madre de Maikel, le dio la última pastilla de lamotrigina que tenía. A ninguna de sus farmacias habituales le quedaban anticonvulsivos. Yamaris recurrió a las redes sociales –que actualmente en Venezuela están repletas de gente desesperada en busca de medicamentos que escasean–, pero no tuvo suerte. En pánico, pasó horas saltado de una farmacia a otra, pero al final volvió a casa con las manos vacías.
Inevitablemente Maikel sufrió una serie de ataques epilépticos cada vez más graves, ante la impotente mirada de su familia. El 19 de febrero, a la 1:15 de la madrugada, murió a causa de una insuficiencia respiratoria.
 
El caso de Maikel no es único. El hundimiento del sistema sanitario y la escasez de medicamentos se cobran vidas todos los días. Los pacientes psiquiátricos que sufren esquizofrenia tienen que arreglárselas sin antipsicóticos. Decenas de miles de pacientes con sida luchan a diario para encontrar los antirretrovirales que necesitan, y para los diabéticos conseguir insulina es igual de azaroso. Los enfermos de cáncer no disponen de quimioterapia. Incluso la malaria –que prácticamente había desaparecido de Venezuela hace una generación y se puede tratar fácilmente con medicamentos baratos– ha regresado con resultados mortíferos. Los cirujanos reportan que concluyen las operaciones antes de tiempo ya que no disponen de suficiente anestesia.
 
El héroe venezolano de la Fórmula 1
Mientras los venezolanos mueren por falta de medicamentos básicos el gobierno de Hugo Chávez antes y de Nicolás Maduro ahora gastó decenas de millones de dólares cada año para garantizar que su compatriota, Pastor Maldonado, pudiese competir en el circuito mundial de Fórmula 1. Maldonado, amigo de las hijas del presidente Chávez, no ha mostrado mucho talento como piloto –solo ganó una carrera en cinco años. No importaba. La petrolera estatal de Venezuela, Pdvsa, gastaba más de 45 millones de dólares al año para que Maldonado siguiese corriendo y exhibiendo el logo de la petrolera en su bólido. Este año, Pastor Maldonado, cuya propensión a estrellarse hizo que sus colegas lo apodaran Crashtor, (el Chocón) se vio obligado a abandonar el circuito de Fórmula 1 cuando a Pdvsa, saqueada por la corrupción y debilitada por la crisis del petróleo, se le acabo el dinero.  Sin el dinero del patrocinio, el equipo acabó echando a Crashtor.
 
La generosidad de los presidentes 
Chá ​vez y Maduro con el petróleo venezolano es legendaria. El dinero petrolero lo han repartido por todo el planeta, desde los 18 millones de dólares pagados a Danny Glover en 2007 para producir una película ideológicamente apropiada (que aún está sin terminar) hasta los millones de dólares venezolanos gastados para mantener a flote la economía cubana o financiar a partidos y movimientos de izquierdas por doquier, desde El Salvador hasta Argentina, pasando por España, y más allá. Mientras tanto, los venezolanos, sobre todo los más pobres, sufren las consecuencias de un país sin medicinas y alimentos.
 
El brote de crimen alimenta el brote de zika
Venezuela sufre uno de los peores brotes de zika de Sudamérica. El Instituto de Medicina Tropical de la Universidad Central de Venezuela es el lugar donde chocan las crisis criminal y la emergencia sanitaria. El instituto –eje de las repuestas nacionales a epidemias tropicales como la de zika– fue desvalijado 11 veces en los dos primeros meses de 2016. Esto dejó al laboratorio sin un solo microscopio.
Naturalmente la respuesta del país al brote de zika en estas condiciones es, por decir lo menos, precaria. Además, los intentos por reparar el daño se ven afectados por las mismas disfunciones que afligen al resto de la economía: simplemente no hay dinero para sustituir el costoso equipo importado que los criminales robaron.
Otros aspectos del hundimiento del Estado también agravan la crisis del zika. La infraestructura hidráulica de las ciudades venezolanas se está viniendo abajo tras casi dos décadas de negligencia y corrupción. Las empresas de agua públicas han respondido a la rebaja del nivel de las reservas con severos racionamientos.
Algunos barrios pobres pasan días e incluso semanas sin agua corriente. La mayoría de las personas se adaptan y llenan varios ​baldes cuando se reestablece el servicio, preparándose para los periodos secos. Naturalmente, almacenar agua en ​baldes es precisamente lo último que habría que hacer cuando uno se enfrenta a una epidemia transmitida por mosquitos: los recipientes se convierten en zona de cría para los insectos que transmiten el virus del zika, además de otros como la chikungunya, el dengue e incluso la malaria.
 
Sin electricidad no hay justicia
La sequía que contribuye al racionamiento del agua ha provocado que el nivel de agua en las presas hidroeléctricas del país caiga alarmantemente. Así, los apagones se han vuelto comunes. Vivir sin agua y sin electricidad se han vuelto una normal realidad cotidiana. Las empresas públicas tienen problemas para mantener suficiente agua en las reservas para evitar un colapso total de la red eléctrica.
No tenía por qué ser así. Desde 2009 se han destinado centenares de millones de dólares a construir nuevas plantas de energía a base de diesel y gas natural, cuyo objetivo concreto era el de aliviar la presión de una red hidroeléctrica antigua. Sin embargo, buena parte de la capacidad nunca llegó al sistema, y nunca se rindieron cuentas sobre el dinero. Se lo robaron. En Estados Unidos dos personas han sido condenadas, pero en Venezuela nadie parece estar investigándolo.
Es un reflejo simbólico de la impunidad que reina en todos los ámbitos del Estado, desde los crímenes más graves hasta las más altas instancias gubernamentales. El 4 de marzo, 28 mineros desaparecieron en la jungla, cerca de la frontera brasileña, ​mientras testigos presenciales hablaban​ de una masacre. Hasta ahora solo se han arrestado a cuatro personas vinculadas con el suceso. Sin embargo, no ​se trata de los culpables, sino de ​familiares de las víctimas que habían osado pedir justicia. A finales del año pasado, dos sobrinos de la poderosa primera dama –incluido uno que creció en el hogar del presidente– fueron arrestados en Haití por agentes de la DEA que supuestamente los grabaron ofreciendo una gran cantidad de cocaína a unos agentes que se hacían pasar por traficantes. La reacción de la primera dama fue acusar a la DEA de secuestrar a sus sobrinos.
Estas son solo algunas de las vi​ñ​etas que ilustran el colapso del Estado en Venezuela. Tristemente hay muchas más. 
No es posible entender la revolución bolivariana y su fracaso sin incorporar en el análisis el enorme impacto que ha tenido el masivo saqueo que funcionarios gubernamentales, oficiales militares y sus cómplices del “nuevo sector privado”, la burguesía bolivariana enchufada al gobierno, han echo de los dineros públicos. Se han robado cantidades macroeconómicas. 
En Venezuela la cleptocracia disfrazada de ideología socialista y amor a los pobres destruyó al Estado. Es urgente comenzar la recostrucción de un país devastado.


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