AXEL CAPRILES
Al
ser elegido papa, Jorge Mario Bergoglio escogió el nombre de Francisco
en honor a San Francisco de Asís, el santo italiano de los siglos XII y
XIII caracterizado por su desapego de lo terrenal.
El Pontifex Maximus, sin embargo, se ha destacado mucho menos como figura espiritual que como actor político dispuesto a colocar la Santa Sede entre los poderes rectores de la geopolítica mundial, una acción eminentemente terrenal.
En
lugar de puente espiritual de comunicación con la divinidad, el papa ha
fungido como puente de diálogo entre las facciones que se disputan el
poder en diversos lugares del mundo.
Pero
a pesar de sus recurrentes llamados “a la apertura y el diálogo sincero
con los demás, a reconocer los derechos y las libertades
fundamentales”, sus diálogos han mostrado un particular sesgo.
En su visita pastoral a Cuba en septiembre de 2015, por ejemplo, el defensor de los derechos humanos obvió
reclamar la libertad de los presos políticos en su amigable encuentro
con el dictador Fidel Castro, una de las principales personificaciones
del mal en el siglo XX, y evitó, con caridad cristiana, reunirse con los
disidentes perseguidos por el régimen.
En su viaje a Egipto en días pasados, el papa Francisco alabó
la gestión del mariscal Abdelfatá al Sisi, un dictador surgido de un
golpe de Estado contra un gobierno elegido democráticamente.
Y es que Bergoglio es un defensor de los gobiernos establecidos que convengan a sus intereses políticos, no importa su contextura ética ni su entereza moral, y utiliza la paz como estribillo axiomático e impugnable.
“Hoy
se necesitan constructores de paz, no provocadores de conflictos;
bomberos y no incendiarios; predicadores de reconciliación y no
vendedores de destrucción.”
Un
discurso indudablemente irrefutable, aunque Jesucristo, según el
Evangelio de Mateo, dijo “no vine a traer la paz, sino la espada” al
expulsar a los mercaderes del templo.
Bergoglio es diestro en
palabras y el problema con el populismo papal es que su discurso es
emocionalmente irrebatible. Predicar el diálogo, la paz y el amor
siempre gana, aunque esconda los más oscuros arreglos del poder.
Ahora,
después de haber servido para debilitar y desmoralizar a la oposición
democrática venezolana y fortalecer a la dictadura chavista a finales
del año 2016, el Pontifex de las formas de dominio vuelve a intervenir
en la lucha por la libertad de nuestro país, metiendo
la lanza en la división de la oposición y frivolizando con frases
superficiales nuestra dolorosa lucha en contra de un gobierno de
desalmados, organizados en bandas de delincuentes y narcotraficantes que
hoy tienen las riendas del Estado fallido en que se ha convertido
Venezuela.
Aún las aclaratorias del día 30 de abril
demuestran el sesgo papal. ¿Soluciones negociadas para debilitar la
calle?, nuestro único medio de presión y freno a la voracidad de la
pasión de poder de la revolución bolivariana.
¿Qué
significa eso de un “llamamiento a la sociedad” en contra la violencia
en un país en el que la violencia y las armas, legales e ilegales, son
monopolio del gobierno?
Entendemos y aceptamos que Jorge Mario Bergoglio, como individuo, sienta fascinación por dictadores comunistas como Fidel Castro, tenga una mentalidad anticapitalista y defienda un pobrismo medieval afín a las doctrinas socialistas,
pero le exigimos que como Papa Francisco, como representante de Dios en
la tierra, se ocupe de los temas divinos y no intervenga en los asuntos
venezolanos.
Nuestro destino político lo decidiremos los venezolanos.
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