ROSALÍA MOROS DE BORREGALES | EL UNIVERSAL
sábado 6 de octubre de 2012 12:00 AM
En el mundo actual vivimos en un constante conflicto, desde las luchas más grandes que se llevan a cabo entre pueblos y naciones enteras, hasta las luchas en menor escala que se suscitan en las familias, y aun las batallas que se libran en la soledad del alma nos demuestran que la humanidad se encuentra en un estado de agitación y desasosiego que la impulsa a vivir en contienda con sus semejantes. Todos piensan que tienen razones sobradas para establecer cualquier clase de conflicto, y que la imposición de su voluntad podría suponer un mejor estado que el presente. Sin embargo, hemos sido testigos de las consecuencias devastadoras de las guerras; hemos sido testigos del escenario de dolor y más angustia posterior a un conflicto.
Por esta razón, hemos entendido la necesidad imperiosa del ser humano para la solución de conflictos a través del diálogo, de la negociación que parte del principio de igualdad de derechos para todos en la base del respeto mutuo y la consideración. Pues nadie, ni individualmente, ni como grupo está dispuesto a perder sus derechos, y mucho menos a ser maltratado por otros. Pero muy lamentablemente, a pesar de los grandes esfuerzos que se han hecho y de los grandes alcances de las naciones para lograr el equilibrio vemos como en una gran mayoría de los casos es imposible la conciliación entre las partes afectadas.
Pareciera que la evolución del hombre ha sido en el pensamiento, en el saber y, en nuestro mundo moderno, en la tecnología; mientras que el espíritu del hombre se encuentra en un estado tan primitivo y salvaje como el de nuestros antecesores de la prehistoria. Hemos logrado conquistar el espacio, pero no hemos logrado conquistar nuestras propias almas. Hemos logrado someter a los animales y a la naturaleza en nuestro favor, pero constantemente fallamos en someternos a nosotros mismos al orden y al equilibrio que anhelamos.
La lucha del hombre es una lucha sin tregua, su alma se encuentra atrapada en su propio laberinto. Hemos buscado en muchas fuentes la solución. Queremos paz, pero la paz se nos ha cobrado con el alto precio de la vida, y sin vida la paz no tiene razón de ser. La respuesta depende, por supuesto, de nuestras decisiones ante cada situación que enfrentamos, pero la fuente para obtener la paz interior, esa que emana de lo profundo de nuestro ser permitiéndonos encontrar y transitar ese camino pacífico en la resolución de los conflictos no se compra con dinero, ni se obtiene mediante practicas esotéricas.
La verdadera paz se encuentra en Dios, porque es precisamente en la relación con Dios donde se resuelve el primer gran conflicto del hombre que es, sin lugar a dudas, culpar a su Hacedor de sus propios y desventurados errores. Es imposible estar en paz con nuestros semejantes sin antes estar en paz con Dios, y la paz con Dios se engrandece cada día en la medida en que nuestra relación de amistad con nuestro hacedor se profundiza. Sin embargo, insistimos en buscar la paz en un mundo carente de ella.
Cuando Jesús estaba preparando a sus discípulos, explicándoles todas las cosas que acontecerían después de su muerte, entre muchas de sus palabras de consuelo les dijo: "La paz les dejo, mi paz les doy. Yo no se las doy como el mundo la da. No se angustien ni tengan miedo". (San Juan 14: 27). Él nos ofreció su paz, la que al hacer nido en nuestras vidas desvanece toda angustia y nos libra de todo miedo. Y un hombre sin angustias y sin miedos es un hombre sin conflictos. Pero nosotros nos empeñamos en buscar nuestra paz en otras fuentes, para darnos cuenta luego que resulta ser tan frágil y circunstancial como nosotros mismos.
Esta paz de la que habló Jesucristo hace más de dos mil años está tan vigente hoy en día como estuvo para sus discípulos. Si te acercas confiadamente al Señor y le abres tu corazón con una sencilla oración pidiéndole Su paz, te aseguro que la angustia se desvanecerá y el miedo se convertirá en fortaleza para hacerle frente a cada situación que se te presente en la vida. Entenderás entonces que solo la paz de Dios, te hace estar en paz con Dios y con tus semejantes.
Por esta razón, hemos entendido la necesidad imperiosa del ser humano para la solución de conflictos a través del diálogo, de la negociación que parte del principio de igualdad de derechos para todos en la base del respeto mutuo y la consideración. Pues nadie, ni individualmente, ni como grupo está dispuesto a perder sus derechos, y mucho menos a ser maltratado por otros. Pero muy lamentablemente, a pesar de los grandes esfuerzos que se han hecho y de los grandes alcances de las naciones para lograr el equilibrio vemos como en una gran mayoría de los casos es imposible la conciliación entre las partes afectadas.
Pareciera que la evolución del hombre ha sido en el pensamiento, en el saber y, en nuestro mundo moderno, en la tecnología; mientras que el espíritu del hombre se encuentra en un estado tan primitivo y salvaje como el de nuestros antecesores de la prehistoria. Hemos logrado conquistar el espacio, pero no hemos logrado conquistar nuestras propias almas. Hemos logrado someter a los animales y a la naturaleza en nuestro favor, pero constantemente fallamos en someternos a nosotros mismos al orden y al equilibrio que anhelamos.
La lucha del hombre es una lucha sin tregua, su alma se encuentra atrapada en su propio laberinto. Hemos buscado en muchas fuentes la solución. Queremos paz, pero la paz se nos ha cobrado con el alto precio de la vida, y sin vida la paz no tiene razón de ser. La respuesta depende, por supuesto, de nuestras decisiones ante cada situación que enfrentamos, pero la fuente para obtener la paz interior, esa que emana de lo profundo de nuestro ser permitiéndonos encontrar y transitar ese camino pacífico en la resolución de los conflictos no se compra con dinero, ni se obtiene mediante practicas esotéricas.
La verdadera paz se encuentra en Dios, porque es precisamente en la relación con Dios donde se resuelve el primer gran conflicto del hombre que es, sin lugar a dudas, culpar a su Hacedor de sus propios y desventurados errores. Es imposible estar en paz con nuestros semejantes sin antes estar en paz con Dios, y la paz con Dios se engrandece cada día en la medida en que nuestra relación de amistad con nuestro hacedor se profundiza. Sin embargo, insistimos en buscar la paz en un mundo carente de ella.
Cuando Jesús estaba preparando a sus discípulos, explicándoles todas las cosas que acontecerían después de su muerte, entre muchas de sus palabras de consuelo les dijo: "La paz les dejo, mi paz les doy. Yo no se las doy como el mundo la da. No se angustien ni tengan miedo". (San Juan 14: 27). Él nos ofreció su paz, la que al hacer nido en nuestras vidas desvanece toda angustia y nos libra de todo miedo. Y un hombre sin angustias y sin miedos es un hombre sin conflictos. Pero nosotros nos empeñamos en buscar nuestra paz en otras fuentes, para darnos cuenta luego que resulta ser tan frágil y circunstancial como nosotros mismos.
Esta paz de la que habló Jesucristo hace más de dos mil años está tan vigente hoy en día como estuvo para sus discípulos. Si te acercas confiadamente al Señor y le abres tu corazón con una sencilla oración pidiéndole Su paz, te aseguro que la angustia se desvanecerá y el miedo se convertirá en fortaleza para hacerle frente a cada situación que se te presente en la vida. Entenderás entonces que solo la paz de Dios, te hace estar en paz con Dios y con tus semejantes.
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