Fernando Mires
Pasó lo que tenía que pasar. Hubo un no-encuentro con Michelle Bachelet, un semi-encuentro con Piñera y un encuentro con Carolina Tohá, este último dedicado a conversar sobre un tema que ni a Capriles ni a Tohá interesaba en esos momentos, el de la descentralización administrativa (¡!). Fotos, discursos de cortesía, entrevistas (ninguna importante), encuentro con alguna momia del viejo pasado, y las consabidas demostraciones públicas de la izquierda rabiosa, la misma turba que vociferaba siguiendo el mandato de la dictadura cubana en los países que visitó la disidente Yoani Sánchez, esta vez en contra del “espía de la CIA, el neoliberal, el asesino, el cerdo Capriles”.
Quizás lo más importante de la intempestiva visita fue el no-encuentro de Capriles con Bachelet, hecho que ha despertado el mal del cólera entre quienes imaginan que la política, como suele ocurrir en la vida privada, se rige por sentimientos de amor y de odio. Afortunadamente no es así, y eso lo experimentó muy fuerte Cristina Fernández cuando su vecino Pepe Mujica se refirió a ella, en privado, como a “la vieja”. Mas, quien entienda un milímetro de política sabe que todas esas cosas no cuentan. En política solo cuentan proyectos e intereses cuando están orientados hacia ese punto omega sin el cual la política no existiría: El punto del poder. En política como en la guerra -lo he dicho siempre- no hay amistades, o solo amistades políticas y esas no tienen nada que ver con las amistades entre amigos.
Las amistades políticas son ocasionales e instrumentales y suelen aparecer cuando dos o más bandos se unen en contra de otro. Para decirlo con un ejemplo histórico, Churchill y Stalin fueron amigos políticos hasta que vencieron al monstruo alemán. Después de ese acto de salvación, ambos volvieron a ser lo que habían sido siempre: enemigos a muerte.
Por supuesto, un encuentro Bachelet- Capriles habría sido fabuloso para Capriles. Pero no para Bachelet. A la vez, un encuentro oficial de alto rango entre Capriles y Piñera habría sido -si Piñera fuera el gran político que no es- excelente para Piñera y malo para Capriles. Dos afirmaciones que deberé fundamentar.
El encuentro con Bachelet habría sido fabuloso para Capriles no solo porque le habría permitido sintonizar con la futura presidenta, sino porque habría roto con la imagen del candidato de ultraderecha, neoliberal y reaccionario que busca exportar el post-chavismo madurista. Es decir, para Capriles -un socialdemócrata como Bachelet- habría tenido un gran significado simbólico. No obstante, ese mismo encuentro habría sido negativo para Bachelet pues su objetivo del momento era unificar lo que solo ella y nadie más puede unificar: una estofado donde hay un sector político muy decente y moderado, socialistas que viran para allá o para acá, comunistas siempre amigos de dictaduras extranjeras, hasta llegar a un lumpenaje chavista-navarrista ya enquistado en el futuro gobierno. En fin, una reunión con Capriles habría revuelto las aguas justo en los momentos en que Bachelet, por conveniencia electoral, intentaba apaciguarlas.
En cualquier caso la negativa a recibir a Capriles fue el anticipo de lo que será el próximo gobierno de Bachelet. La pobre señora pasará cuatro años de su vida haciendo piruetas para que Nueva Mayoría no se convierta en nueva minoría y así no va a tener tiempo para gobernar a nadie. Segundas partes –no sé si Bachelet leyó el Quijote- nunca fueron buenas: ni en la literatura ni en la política.
Un encuentro de alto rango en la misma Moneda, habría sido, sin embargo, muy bueno para Piñera. Justo en los momentos en que la coalición de la derecha se muestra sin programa, sin ideas, sin candidatos, sin nada, Piñera habría podido perfilarse en los últimos tramos que restan a su gobierno, como un estadista que rinde culto a los derechos humanos en contra del fraude electoral venezolano, o como un amigo de la democracia y enemigo de toda autocracia. Afortunadamente para Capriles, Piñera tiene menos luces que las ciudades venezolanas.
Un encuentro de alto rango en la misma Moneda, habría sido, sin embargo, muy bueno para Piñera. Justo en los momentos en que la coalición de la derecha se muestra sin programa, sin ideas, sin candidatos, sin nada, Piñera habría podido perfilarse en los últimos tramos que restan a su gobierno, como un estadista que rinde culto a los derechos humanos en contra del fraude electoral venezolano, o como un amigo de la democracia y enemigo de toda autocracia. Afortunadamente para Capriles, Piñera tiene menos luces que las ciudades venezolanas.
¿Por qué afortunadamente? Porque un encuentro de alto rango con Piñera habría permitido a la autocracia post-chavista mostrar a Capriles en estrecha alianza con uno de los los representantes más dilectos de la “derecha imperialista, neoliberal y fascista”, es decir, precisamente la imagen electoral que Maduro requiere para que Capriles no siga atrayendo más chavistas hacia el campo democrático. No olvidemos que en política el símbolo es siempre más importante que el objeto simbolizado.
Así miradas las cosas, el encuentro más importante de Capriles en Chile fue el que tuvo con la alcaldesa Carolina Tohá, aunque ambos se hayan aburrido hasta el infinito.
Así miradas las cosas, el encuentro más importante de Capriles en Chile fue el que tuvo con la alcaldesa Carolina Tohá, aunque ambos se hayan aburrido hasta el infinito.
Ahora bien, si dejamos de lado a quienes injurian a los políticos que han desairado a Capriles y están dispuestos a recibir con grandes honores a Maduro, como lo hizo el argentino Papa, tenemos que abordar un tema ineludible, y es el siguiente: Maduro, nos guste o no, es reconocido internacionalmente, incluso por los EE UU, como el presidente de hecho de Venezuela.
Presidente de hecho no quiere decir presidente de derecho y probablemente todos los presidentes del mundo, incluidos Humala y Peña Nieto, saben que Maduro faltó al derecho al haberse nombrado presidente impidiendo un recuento honesto (cuadernos en mano) de la votación. Pero esa diferencia, reitero, no cuenta en política internacional. Para poner un ejemplo, cuando gobiernos del mundo occidental reciben al mandatario chino, no se preocupan si éste cuenta o no con la legitimidad constitucional. O cuando Gadafi era recibido con los más grandes honores que se le puede dispensar a un mandatario, nadie pensaba que ese asesino era un gran demócrata. Pero sí era el presidente de hecho de una república petrolera de hecho. Por supuesto, sería ideal que los presidentes de hecho fueran además presidentes de derecho. Mas, hay que convenir que el mundo en el cual vivimos es desde un punto de vista político más salvaje que el que deseamos. Y por el momento no hay otro. Con ese mundo tendrá que contar Capriles. El aprendizaje, creo, ha sido duro.
Mas, quien sabe si llegará el día, cuando Capriles sea presidente (y lo será, se lo firmo) una señora chilena con poco poder de hecho llamada Bachelet, le pedirá una entrevista. Entonces Henrique mirará en su agenda, y recordando el pasado, se la otorgará con todos los honores que él una vez, sin contar con el poder de hecho pero sí con el de derecho, también se merecía.
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