En: http://confirmado.com.ve/opinan/liberales-y-liberales/
Mario Vargas Llosa
En el liberalismo no hay verdades reveladas. Hay ciertas ideas básicas
que lo definen —la libertad como valor supremo en todos los campos—,
pero no fórmulas rígidas para ponerlas en práctica
Como
los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y
el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces,
como ocurre con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede
extraviarnos en un laberinto de dudas.
En el Quijote y la
literatura de su época la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere
decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante,
comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En
ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas
en el sentido más ancho de ambas palabras.
A fines del
siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que
tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los
pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke,
Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el
intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio
libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los
dogmas y el absolutismo.
En el siglo XIX un liberal es
sobre todo un librepensador: defiende el Estado laico, quiere separar la
Iglesia del Estado, emancipar a la sociedad del oscurantismo religioso.
Sus diferencias con los conservadores y los regímenes autoritarios
generan a menudo guerras civiles y revoluciones. El liberal de entonces
es lo que hoy llamaríamos un progresista, defensor de los derechos
humanos (desde la Revolución Francesa se les conocía como los Derechos
del Hombre) y la democracia.
La confusión es tan extrema que dictaduras como las de Pinochet y Fujimori son llamados a veces “liberales”
Con
la aparición del marxismo y la difusión de las ideas socialistas, el
liberalismo va siendo desplazado de la vanguardia a una retaguardia, por
defender un sistema económico y político —el capitalismo— que el
socialismo y el comunismo quieren abolir en nombre de una justicia
social que identifican con el colectivismo y el estatismo. (No en todas
partes ocurre esta transformación de la palabra liberal. En Estados
Unidos un liberal es todavía un radical, un socialdemócrata o un
socialista a secas). La conversión de la vertiente comunista del
socialismo al autoritarismo empuja al socialismo democrático al centro
político y lo acerca —sin juntarlo— al liberalismo.
En
nuestros días, liberal y liberalismo quieren decir, según las culturas y
los países, cosas distintas y a veces contradictorias. El partido del
tiranuelo nicaragüense Somoza se llamaba liberal y así se denomina, en
Austria, un partido neofascista. La confusión es tan extrema que
regímenes dictatoriales como los de Pinochet en Chile y de Fujimori en
Perú son llamados a veces “liberales” o “neoliberales” porque
privatizaron algunas empresas y abrieron mercados.
De esta
desnaturalización de lo que es la doctrina liberal no son del todo
inocentes algunos liberales convencidos de que el liberalismo es una
doctrina esencialmente económica, que gira en torno del mercado como una
panacea mágica para la resolución de todos los problemas sociales. Esos
logaritmos vivientes llegan a formas extremas de dogmatismo y están
dispuestos a hacer tales concesiones en el campo político a la extrema
derecha y al neofascismo que han contribuido a desprestigiar las ideas
liberales y a que se las vea como una máscara de la reacción y la
explotación.
Dicho esto, es verdad que algunos gobiernos
conservadores, como los de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret
Thatcher en el Reino Unido, llevaron a cabo reformas económicas y
sociales de inequívoca raíz liberal, impulsando la cultura de la
libertad de manera extraordinaria, aunque en otros campos la hicieran
retroceder. Lo mismo podría decirse de algunos gobiernos socialistas,
como el de Felipe González en España o el de José Mujica en Uruguay,
que, en la esfera de los derechos humanos, han hecho progresar a sus
países reduciendo injusticias inveteradas y creando oportunidades para
los ciudadanos de menores ingresos.
En las democracias avanzadas, hay unos consensos que dan continuidad a las políticas sociales y económicas
Una
de las características del liberalismo en nuestros días es que se le
encuentra en los lugares menos pensados y a veces brilla por su ausencia
donde ciertos ingenuos creen que está. A las personas y partidos hay
que juzgarlos no por lo que dicen y predican sino por lo que hacen.
En
el debate que hay en estos días en el Perú sobre la concentración de
los medios de prensa, algunos valedores de la adquisición por el grupo
El Comercio de la mayoría de las acciones de Epensa, que le confiere
casi el 80% del mercado de la prensa, son periodistas que callaron o
aplaudieron cuando la dictadura de Fujimori y Montesinos cometía sus
crímenes más abominables y manipulaba toda la información, comprando a
dueños y redactores de diarios o intimidándolos.
¿Cómo
tomaríamos en serio a esos novísimos catecúmenos de la libertad? Un
filósofo y economista liberal de la llamada escuela austríaca, Ludwig
von Mises, se oponía a que hubiera partidos políticos liberales, porque,
a su juicio, el liberalismo debía ser una cultura que irrigara a un
arco muy amplio de formaciones y movimientos que, aunque tuvieran
importantes discrepancias, compartieran un denominador común sobre
ciertos principios liberales básicos.
Algo de eso ocurre
desde hace buen tiempo en las democracias más avanzadas, donde, con
diferencias más de matiz que de esencia, entre democristianos y
socialdemócratas y socialistas, liberales y conservadores, republicanos y
demócratas, hay unos consensos que dan estabilidad a las instituciones y
continuidad a las políticas sociales y económicas, un sistema que sólo
se ve amenazado por sus extremos, el neofascismo del Frente Nacional en
Francia, por ejemplo, o La Liga Lombarda en Italia, y grupos y
grupúsculos ultra comunistas y anarquistas.
En América
Latina este proceso se da de manera más pausada y con más riesgo de
retroceso que en otras partes del mundo, por lo débil que es todavía la
cultura democrática, que sólo tiene tradición en países como Chile,
Uruguay y Costa Rica, en tanto que en los demás es más bien precaria.
Pero
ha comenzado a suceder y la mejor prueba de ello es que las dictaduras
militares prácticamente se han extinguido y de los movimientos armados
revolucionarios sobrevive a duras penas las FARC colombianas, con un
apoyo popular decreciente. Es verdad que hay gobiernos populistas y
demagógicos, aparte del anacronismo que es Cuba, pero Venezuela, por
ejemplo, que aspiraba a ser el gran fermento del socialismo
revolucionario latinoamericano, vive una crisis económica, política y
social tan profunda, con el desplome de su moneda, la carestía demencial
—todo falta, la comida, el agua, hasta el papel higiénico— y las
iniquidades de la delincuencia, que difícilmente podría ser ahora el
modelo continental en que quería convertirla el comandante Chávez.
Hay
ciertas ideas básicas que definen a un liberal. Que la libertad, valor
supremo, es una e indivisible y que ella debe operar en todos los campos
para garantizar el verdadero progreso. La libertad política, económica,
social, cultural, son una sola y todas ellas hacen avanzar la justicia,
la riqueza, los derechos humanos, las oportunidades y la coexistencia
pacífica en una sociedad. Si en uno solo de esos campos la libertad se
eclipsa, en todos los otros se encuentra amenazada.
Esas controversias han hecho del liberalismo la doctrina que más ha contribuido a mejorar la coexistencia social
Los
liberales creen que el Estado pequeño es más eficiente que el que crece
demasiado, y que, cuando esto último ocurre, no sólo la economía se
resiente, también el conjunto de las libertades públicas. Creen asimismo
que la función del Estado no es producir riqueza, sino que esta función
la lleva a cabo mejor la sociedad civil, en un régimen de mercado
libre, en que se prohíben los privilegios y se respeta la propiedad
privada. La seguridad, el orden público, la legalidad, la educación y la
salud competen al Estado, desde luego, pero no de manera monopólica
sino en estrecha colaboración con la sociedad civil.
Estas
y otras convicciones generales de un liberal tienen, a la hora de su
aplicación, fórmulas y matices muy diversos relacionados con el nivel de
desarrollo de una sociedad, de su cultura y sus tradiciones. No hay
fórmulas rígidas y recetas únicas para ponerlas en práctica.
Forzar
reformas liberales de manera abrupta, sin consenso, puede provocar
frustración, desórdenes y crisis políticas que pongan en peligro el
sistema democrático. Este es tan esencial al pensamiento liberal como el
de la libertad económica y el respeto a los derechos humanos.
Por
eso, la difícil tolerancia —para quienes, como nosotros, españoles y
latinoamericanos, tenemos una tradición dogmática e intransigente tan
fuerte— debería ser la virtud más apreciada entre los liberales.
Tolerancia quiere decir, simplemente, aceptar la posibilidad del error
en las convicciones propias y de verdad en las ajenas.
Es
natural, por eso, que haya entre los liberales discrepancias, y a veces
muy serias, sobre temas como el aborto, los matrimonios gay, la
descriminalización de las drogas y otros. Sobre ninguno de estos temas
existe una verdad revelada liberal, porque para los liberales no hay
verdades reveladas.
La verdad es, como estableció Karl
Popper, siempre provisional, sólo válida mientras no surja otra que la
califique o refute. Los congresos y encuentros liberales suelen ser, a
menudo, parecidos a los de los trotskistas (cuando el trotskismo
existía): batallas intelectuales en defensa de ideas contrapuestas.
Algunos ven en ello un rasgo de inoperancia e irrealismo.
Yo
creo que esas controversias entre lo que Isaías Berlin llamaba “las
verdades contradictorias” han hecho que el liberalismo siga siendo la
doctrina que más ha contribuido a mejorar la coexistencia social,
haciendo avanzar la libertad humana.
Mario Vargas LLosa
El País
No comments:
Post a Comment