ROBERTO GIUSTI| EL UNIVERSAL
martes 22 de abril de 2014 12:00 AM
Resulta toda una paradoja que en uno de los peores momentos que haya vivido el chavismo la oposición no aparezca como una opción nítida, poderosa, unida en su convicción democrática y lista para afrontar las dificultades que implican el ejercicio del poder. Al contrario, las diferencias son tan evidentes que ya casi nadie se preocupa por guardar las formas, y las actitudes asumidas por algunos dirigentes indican que ellos consideran como el adversario a vencer no al PSUV y la camarilla gobernante, sino a sus propios compañeros de lucha.
No resulta extraño, entonces, que una fuerza espontánea y organizada sobre la marcha, como lo es el movimiento estudiantil, irrumpiera en el destartalado escenario nacional, como intérprete de la frustración y el descontento de una porción creciente de venezolanos que andan a la búsqueda de un punto de apoyo y de partida que le devuelvan una vida digna y un mínimo de estabilidad. De entrada una parte importante de la unidad democrática se unió a la protesta y contra todo pronóstico ésta prendió firme en el país cuando todo hacía pensar, luego del revés electoral de diciembre, que no era el momento más adecuado para lanzarse a lo que lucía como una intrepidez que se diluiría rápidamente. Pero, ¡oh sorpresa!, ocurrió todo lo contrario y un gobierno con ínfulas totalitarias, negado desde la soberbia del poderoso a cualquier tipo de acuerdos con el enemigo, puso de manifiesto su debilidad y orfandad (ya el autócrata no está) al aceptar un diálogo, en el cual no cree, para ganar tiempo, tal y como lo hizo Chávez en el 2003.
Y en este punto surge la segunda paradoja: los factores políticos, con los estudiantes a la cabeza, que forzaron al gobierno a aceptar el diálogo, se negaron esa posibilidad y fue esa otra parte de la oposición (que si bien no condenó la protesta tampoco la asumió radicalmente) la que se sentó a conversar. Aquí aparece, entonces, una primera conclusión: con todas las secuelas de muertos, heridos, detenidos y torturados, la protesta funcionó hasta un punto que, obviamente, no es el final. Queda un largo trecho por recorrer y está claro que la única manera de forzar al gobierno a ceder en el cumplimiento de unas condiciones mínimas, capaces de evitar la tragedia en ciernes, es manteniendo viva, fuerte y pacífica la protesta.
Queda demostrada, así, la tercera paradoja: tanto radicales como moderados (la clasificación admite matices) son necesarios para subir la cuesta e impulsar los cambios, como lo demuestra lo ocurrido en estos dos meses, y lo son tanto que, marchando por distintos caminos, sin proponérselo deliberadamente y en medio de tantos sacrificios, plantearon una división del trabajo que nos permite pensar que no todo está perdido.
No resulta extraño, entonces, que una fuerza espontánea y organizada sobre la marcha, como lo es el movimiento estudiantil, irrumpiera en el destartalado escenario nacional, como intérprete de la frustración y el descontento de una porción creciente de venezolanos que andan a la búsqueda de un punto de apoyo y de partida que le devuelvan una vida digna y un mínimo de estabilidad. De entrada una parte importante de la unidad democrática se unió a la protesta y contra todo pronóstico ésta prendió firme en el país cuando todo hacía pensar, luego del revés electoral de diciembre, que no era el momento más adecuado para lanzarse a lo que lucía como una intrepidez que se diluiría rápidamente. Pero, ¡oh sorpresa!, ocurrió todo lo contrario y un gobierno con ínfulas totalitarias, negado desde la soberbia del poderoso a cualquier tipo de acuerdos con el enemigo, puso de manifiesto su debilidad y orfandad (ya el autócrata no está) al aceptar un diálogo, en el cual no cree, para ganar tiempo, tal y como lo hizo Chávez en el 2003.
Y en este punto surge la segunda paradoja: los factores políticos, con los estudiantes a la cabeza, que forzaron al gobierno a aceptar el diálogo, se negaron esa posibilidad y fue esa otra parte de la oposición (que si bien no condenó la protesta tampoco la asumió radicalmente) la que se sentó a conversar. Aquí aparece, entonces, una primera conclusión: con todas las secuelas de muertos, heridos, detenidos y torturados, la protesta funcionó hasta un punto que, obviamente, no es el final. Queda un largo trecho por recorrer y está claro que la única manera de forzar al gobierno a ceder en el cumplimiento de unas condiciones mínimas, capaces de evitar la tragedia en ciernes, es manteniendo viva, fuerte y pacífica la protesta.
Queda demostrada, así, la tercera paradoja: tanto radicales como moderados (la clasificación admite matices) son necesarios para subir la cuesta e impulsar los cambios, como lo demuestra lo ocurrido en estos dos meses, y lo son tanto que, marchando por distintos caminos, sin proponérselo deliberadamente y en medio de tantos sacrificios, plantearon una división del trabajo que nos permite pensar que no todo está perdido.
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