Siempre
me ha seducido imaginar a un monje medieval de esos que habían pasado la vida
entera copiando libros a mano en el encierro de los conventos, cuando una
mañana oye gritar desde la calle que se ha inventado una máquina portentosa
para imprimir los libros en decenas de copias; y este viejo monje de mi
imaginación piensa, con susto y tristeza, que su antiguo oficio manual ya no
servirá de nada en el futuro y, por tanto, solo quedan para él el olvido y la
muerte; y cuando la polilla se coma los pergaminos en los que ha trabajado toda
su vida, se lo comerá también a él.
Este monje,
a lo mejor medio sordo, de modo que el pregón que anunciaba la invención de la
imprenta entró apagado a sus oídos, solo tenía una manera de no ser comido por
la polilla, y era colgar los hábitos, salir a la calle, buscar uno de los
talleres donde se imprimían libros, preguntar, indagar, meterse entre los
tipógrafos, aprender a componer planas con los tipos móviles de madera,
enterarse de cómo funcionaban las prensas manuales, de cómo trabajaban los
encuadernadores. Y aceptar, antes de nada, que el mundo tan antiguo en el que
había vivido se hundía para siempre en las tinieblas, y que él, en lugar de
quedarse a ciegas, debía asumir como propio el valiente mundo nuevo que se
abría ante sus ojos dañados de tanto copiar.
A veces
me siento como ese viejo monje, confundido y desorientado en medio de la
nutrida selva de invenciones, donde se agrega un nuevo árbol que nace cada
noche y a la mañana siguiente ya ha desarrollado su follaje, y donde los
libros, que se imprimen digitalmente o se leen en las pantallas, también
digitalmente, no son más que uno de esos árboles conectados entre todos por la
tecnología cibernética, igual que el cine, la música, la información, el
entretenimiento, la vigilancia policial, el agua potable, la electricidad, las
compras a domicilio, los juegos, los viajes aéreos, los drones, el
funcionamiento de los automóviles, los trenes, los semáforos en las esquinas.
La vida
diaria en un solo puño electrónico. Un libro, una tarjeta de crédito, un
boleto. Nuestra memoria vive en una nube, es decir, la memoria de la humanidad
archivada en la nada virtual. Lo que escribo cada día, lo que invento, lo que
medito es registrado de manera inmaterial, tanto que cuando apago la
computadora mis palabras regresan a esa nada virtual, y solo volverán delante
de mí cuando yo las convoque. No necesito viajar con ellas; adonde llegue, me
estarán esperando para bajar a mí desde la nube.
Todo esto
sería demasiado para el monje de mi historia, pero alguien como yo, que empezó
tecleando en las máquinas de escribir mecánicas de cinta de seda de dos
colores, creció con la radio imaginando a los personajes encarnados en las
voces, con los telegramas que se pagaban por palabra, y con los teléfonos de
manubrio, debe librar una lucha a brazo partido con ese ángel de la
ultramodernidad que cambia a cada momento de figura, y al que, si no logro asir
en mi abrazo, al rayar el alba se alejará y me dejará derrotado; e igual que
Jacob en la historia bíblica debo decirle: No te soltaré si no me bendices.
Si te
quedas atrás, si no entras en ese cono de luz, lo que te espera es la
oscuridad, y la soledad. No estarás conectado, no podrás comunicarte, no sabrás
de qué están hablando los demás, que son en su inmensa mayoría jóvenes. No
podrás ni siquiera viajar. Aún me acerco con terror a las máquinas que te dan
en los aeropuertos los pases de abordar; de repente hay aún un empleado piadoso
que te auxilia, pero pronto desaparecerán. Pronto tampoco habrá nadie en la
ventanilla cuando quieras comprar un boleto para entrar al cine.
Alguien
de mi generación se quejaba delante de mí hace poco de lo caótico que es el
mundo de las redes sociales. No lo es, le decía yo. Es que lo estás mirando
desde fuera. Si vives dentro, si aprendes a conocer bien esas reglas juveniles
que lo animan, te vas a dar cuenta de su lógica, de cómo funcionan a cabalidad
los códigos de la comunicación que los adolescentes han inventado para nosotros.
Tienes que aprender a usar la carita feliz, las abreviaturas, los neologismos
que te parecen tan arbitrarios, tienes que aceptar que el idioma es hoy más
híbrido y mutable que nunca, tienes que saber usar los dos pulgares para
escribir, porque se acabó la era de la digitación con los demás dedos. Esta es,
provisionalmente, la era de los pulgares, mientras llega la de escribir con el
pensamiento.
Quizás
siempre hubo un abismo entre generaciones, me dirá mi amigo, esta misma
dificultad de acomodo, esta misma preocupación por no quedarse atrás, aislado
en el páramo. Soy el primero en aceptarlo, por eso empecé contando la historia
de mi monje medieval con los dedos artríticos manchado de tinta, que oye gritar
más allá de los muros de su cárcel cultural que afuera ocurre un cataclismo
después del cual el paisaje ya no será nunca el mismo.
Pero este
cataclismo que nos toca es el cambio más radical de civilización que ha vivido
la humanidad, y apenas empieza. Apenas cimbra con sus primeros movimientos
telúricos la tierra. Y si te traga una de las grietas que se abrirán mientras
huyes, no volverás a ver la luz del sol jamás.
La vejez
es entonces eso, quedarse fuera, no entender que el mundo es otro, y que para
vivir en él es necesario adaptarse, como ha sucedido a lo largo de los milenios
con todas las especies sobre la faz de la tierra. Y ahora apago la computadora,
y mando estas palabras a la nube que navegaba invisible sobre mi cabeza.
Vía
El Nacional
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