Editorial El Nacional
Cuando en agosto del año pasado a
Nicolás Maduro, como siempre aclarando para complicar las cosas e improvisando
para agravar los males, se le ocurrió la genial idea de instrumentar un sistema
de registro digital de ventas al público mediante el uso de captahuellas, el
alcalde del municipio Sucre, Carlos Ocariz escribió en su cuenta en Twitter:
“Captahuellas para votar, para salir del país, para comprar comida. Los únicos
que ganan son quienes las fabrican. ¿De quién será el negocio?”
Una pregunta cuya pertinencia
sigue vigente ahora que se ha decidido instalar 20.000 de esos adminículos en
los establecimientos que expenden al detal los productos de la cesta básica. Y
es que ni antes ni después de la decisión que, sin anestesia, nos enchufa otra
restricción a las libertades de elegir y consumir, se nos ha informado de las
licitaciones para la adquisición y puesta en funcionamiento de ese servicio de
monitoreo muy propio del totalitarismo. Y, otra cosa, ¿adónde irán a parar los
reales producto de la venta de esos artefactos a los comerciantes?
No es suspicacia lo que motiva el
comentario anterior, sino la cadena de antecedentes que arroja inevitables
sospechas rojitas: “¡Búscate un proveedor, rapidito, para ver si parapetamos
esta varilla!”. Al margen de esta circunstancia -más que suficiente para
rechazar de plano su ominosa instalación en nuestra vida cotidiana- hay otro
asunto, tanto o más grave, a considerar: la hipocresía detrás de la
instrumentación de un riguroso mecanismo de racionamiento similar a los que han
padecido países devastados por guerras u obscurecidos por regímenes
totalitarios ineficaces y, que, en nuestro caso, es abominable por falsario y
artificioso.
Falsario, porque niega su
carácter restrictivo y afirma que se trata de la adopción de una medida para
racionalizar las ventas y eliminar las colas, lo cual, por supuesto, no
ocurrirá, pues, de entrada, habrá que enfilarse tras la captahuella como paso
preliminar para engrosar otras colas a fin de adquirir lo que el gobierno
disponga; artificioso, porque, valiéndose de sofisticadas tecnologías de
espionaje, con pomposos apelativos (sistema biométrico de control, método
digital de distribución y otros retruécanos por el estilo) institucionaliza el
racionamiento sin necesidad de dotar a la población de libretas al estilo
cubano.
Y precisamente ahora cuando quien
gobierna dice estar amenazado de muerte o defenestración por parte del imperio
y echará mano de la cháchara belicista que le legó el comandante (“Te fuiste
sin morir en mi corazón”) para justificar la necesidad estratégica de mitigar
el consumo porque así lo demandan las economías de guerra. ¡Pamplinas!
No hay guerra alguna como tampoco
hay pollo, harina, azúcar, café, aceite, jabón de baño, detergente, champú,
desodorante, papel higiénico y un interminable etcétera que se refleja en
anaqueles vacíos o súper abastecidos de patria. El asunto estriba en que la
patria se ha vuelto indigesta de tanto hacer alusión a ella.
Vía El Nacional
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