ATANASIO
ALEGRE
Para Gustavo Arnstein
Si
después de los cincuenta cada cual tiene la cara que se merece, la de
Ronald Lauder es la de un caballero en la linde de los 71 con un perfil de
sable como si hubiera salido de una sombra chinesca que ha pasado por todo lo
que debe pasar un hombre para haber hecho un desembolso de 135 millones de
dólares por un cuadro de un pintor austríaco sin que su fortuna de
milmillonario se hubiera resentido. Sin embargo, no es él el protagonista de
esta historia. La protagonista es la mujer que pintó Gustav Klimt por encargo
del que fue su esposo, Ferdinand Bloch-Bauer. Klimt, como se verá, es un pintor
que crea adicciones, dicho sea con el debido comedimiento.
A Ronald
Lauder se le cita aquí porque tiene abierto al público, al otro lado de la
calle en la que tiene su asiento el Museo Metropolitano de Nueva York, una de
las colecciones privadas más importantes donde se puede contemplar el cuadro
que se conoce como Adela Bloch-Bauer 1.
Cien años
atrás, en un palacio situado en Viena, a unos veinte pasos de la famosa Academia
de Bellas Artes, se encontraba el palacete en el que residía uno de los
magnates del azúcar que venía a ser por aquellos días una materia para
enriquecerse, como lo es hoy el petróleo para los jeques del Golfo. Adele, la
mujer del magnate Ferdinand Bloch-Bauer, solía presidir y representar el papel
de diva en el salón por ellos creado, en el que encontraron cobijo tanto las
artes como las letras, dejando a Sigmund Freud fuera de esta clasificación
quien, con el pintor Gustav Klimt, era otro de los asiduos. Así fue hasta que
Klimt logró cumplir con el encargo de elaborar el cuadro de la
mujer por la que el corazón del señor Bloch-Bauer latía de manera enfermiza.
Que no sucediesen las cosas con la precisión esperada se debió a que los tiempos
fluían despreocupadamente: el cuadro estuvo listo seis años después, en 1907.
En 1907 se llegó a saber también que un emborronador de postales había
intentado, en vano, ingresar en la Academia de Bellas Artes de Austria, situada
al otro lado del palacio de los Bloch-Bauer. Se hacía llamar Adolfo Hitler.
En 1925
muere de una enfermedad cerebral la esposa del magnate dejándole sumido en la
más dolorosa manquedad. El collar de diamantes con el que aparece en el cuadro,
junto a otros objetos de su pertenencia, iban a formar parte del santuario que
el hombre erigió para mantener figurativamente viva la presencia de la
que había sido su mujer.
Que el
cuadro, más allá de ser la representación de un rostro, se convirtiera en una
especie de obsesión presencial, es cosa que se manifestaría no solo ante el que
había sido su esposo, sino ante quienes vinieron después.
Y lo que
vino en 1938 fue la anexión de Austria a Alemania y la presencia del tal Hitler
dentro del palacio de los Bloch-Bauer del que debió haber quedado impresionado
en su ronda frustrada en busca de ingreso en la Academia de Bellas Artes, calle
por medio, como se dijo.
Y como
una de sus fabulaciones de Hitler era la de crear un museo con su nombre, la
razón para expoliar el palacete de los Bloch-Bauer fue la de apropiarse de su
colección privada, catalogarla y dar con ellas inicio al fementido museo.
Pero el
cuadro de Adele Bloch-Bauer 1 y el collar de diamantes, engastados en oro,
siguió otro derrotero. Fue a parar a manos del mariscal de campo Hermann Göring,
el cual se lució regalándoselo a su esposa. El palacio, por otra parte, se
convirtió en una suerte de estación de reclutamiento para el envío de judíos a
los campos de concentración. A Ferdinand Bloch-Bauer le dio tiempo, empero,
para refugiarse en Suiza, donde murió años después solo y totalmente arruinado.
Al cuadro se le cambió, en todo caso, el nombre por el que era e iba a ser
conocido.
Ferdinand
Bloch-Bauer, cuando vio cercano el fin de sus, días llamó a un notario y
redactó un testamento en toda ley por el que legaba a una sobrina llamada María
Altmann –otra descendencia no tuvo– los que habían sido sus bienes, si algún
día se recuperaban, entre ellos, el cuadro de su esposa del cual existían dos
copias, en todo caso, hechas por el mismo Klimt.
Quienes
han contemplado –hemos– un cuadro de Klimt tenemos la impresión de que es un
pintor que se mete en el alma de sus personajes y más allá de lo que pudiera
haber sido la realidad, hay algo que los trasciende y ese algo obliga a quien
los contempla a estirar sin límite el tiempo de contemplación frente a ellos. Y
lo que es más notable: la necesidad obsesiva de volver a verlos.
Eso es lo
que pasó también con el caballero Ronald Laudar –hijo por cierto de la famosa
Elisabeth Lauder, la de los perfumes– desde que tenía 14 años con el cuadro,
titulado El beso, de Klimt por el que hizo viajes ex
profeso a Viena para contemplarlo. Hasta… que descubrió el de Adele Bloch-Bauer
1.
Con la
mudanza de los días y el recambio de protagonistas, el cuadro de Adele pasó, después
de la guerra, al Museo Belvedere de Viena aureolado como si se tratara de la
Gioconda austriaca. Pero sesenta años después, tuvo que ser devuelto a
instancias del Parlamento que no pudo resistir las presiones de la justicia
para que fuera restituido a su legítima heredera.
Así llegó
a manos de la señora María Altmann, cuyo pasar en Estados Unidos era más
estrecho que holgado y ya en posesión del cuadro, lo subastó.
Fue
entonces cuando el señor Lauder lo compró en aquel momento, por la cantidad más
importante que se hubiera pagado por un cuadro.
Lauder
era víctima, al parecer, de la obsesión con la que Klimt recargaba, más allá de
la imagen, sus figuras y de manera especial con este, porque de acuerdo con lo
que se comentaba entonces –sin olvidar el papel de Freud en las tertulias–
entre el pintor y la Adele hubo algo más que sesiones de pintura,
circunstancias codificadas en el cuadro para quien sepa leerlas.
Cómo vaya
a reflejarse todo ello en la película que, según noticias, está a punto de
aparecer en las salas de cine, es cosa que constataremos tal vez antes de que
aparezca este artículo.
Pero que
no se me quede en el tintero consignar hasta qué punto el amor por el cuadro de
Adele Broch-Bauer 1 logró abrirse camino hasta el corazón de alguien como
Ronald Lauder, presidente del Consejo Judío Mundial, a quien el perfil de su
foto oficial le da el aire de un caballero de los que ya no se llevan.
atanasio9@gmail.com
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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