Raúl Fuentes
Confieso que desconozco el proceso mediante el cual las palabras nacen, evolucionan y se ponen o pasan de moda. A diario, topamos con neologismos que nominan innovaciones tecnológicas o antiguallas que algún listillo, ducho en mercadotecnia, estima conveniente y lucrativo disfrazar de novedades. Tampoco sé por qué hay voces olvidadas y en peligro de extinción, mientras otras resucitan gracias, por ejemplo, a una canción o una película –la Escuela de Escritores de Madrid propuso hace ya una década, «apadrinar palabras amenazadas por la pobreza léxica, el lenguaje políticamente correcto y la tecnocracia lingüística» para evitar su desaparición–. La aclaratoria tiene carácter de cura en salud, no vaya a resultar que, por temerarios e indoctos nos metamos en camisa de once varas, aunque la palabra que solivianta nuestra pluma no se cuente entre las que agonizan.
Pánico es un adjetivo, usado a menudo como nombre, que los diccionarios de mayor autoridad y obligatoria consulta (DRAE, María Moliner) asocian al miedo o el terror excesivo y al que los lexicógrafos adjudican un buen número de sinónimos –espanto, pavor, susto, entre otros–, aunque ninguno de ellos tiene la contundencia descriptiva (en lo físico o anatómico) de los equivalentes –acojonamiento, culillo, cagazón, nalguitembleque, etc. –que les asignan el habla popular, los argots y las germanías. Los etimologistas nos dicen que pánico proviene de Pan, mitológico dios griego de pastores y rebaños; era, más bien, un semidiós, mitad humano y mitad macho cabrío (los romanos le llamaron Fauno), hijo de Hermes, tan feo que fue repudiado por su madre y abandonado en un bosque de Arcadia en el que, ya crecidito y resentido, se dedicaba a asustar a los mortales que se atreviesen a perturbar sus siestas y a las ninfas a las que acosaba, ¡ah, chivo libidinoso!, tocando su emblemática flauta.
Es pánico, sin duda, palabra con pedigree que, en virtud del lugar, tiempo y circunstancias que particularizan nuestro acontecer, podría eventualmente adquirir otros significados. Y no necesita el lector dotes de zahorí para adivinar adónde apuntan nuestros tiros, porque la revolución bolivarista, que empobreció el diario menú del venezolano –y podríamos afirmar que lo emponzoñó, si nos atenemos a los fatales envenenamientos ocasionados por la ingesta de yuca amarga–, ha confundido deliberadamente efecto con causa, para escatimarnos el pan nuestro de cada día, y culpar de su escasez a los panaderos, como si estos fuesen dueños de trigales, silos y molinos. Con risueña cara de yonofui, que no alcanza a disimular y habitualmente preludia desafueros, Maduro azuzó a sus seguidores para que tomaran por asalto las tahonas. De allí que se nos ocurra resemantizar el término «pánico» y proponerlo como sustantivo derivado, en revolucionaria y bolivariana etimología, de pan (del latín panis) y nico (caribeña contracción de Nicolás), idóneo para conceptuar los ataques de nervios a los panaderos señalados como enemigos del pueblo por esa suerte de tribunal del santo oficio llamado Sundde (superintendencia nacional para la defensa de los derechos socioeconómicos, escrito en minúscula por principio y porque lo aconseja la gramática del rechazo), que dice velar por el cumplimiento de la ley orgánica de precios justos (ídem), habilitado por el estado mayor escarlata para amedrentar y extorsionar a los comerciantes, obligándoles a vender a pérdida los productos que ofertan en sus establecimientos; una acepción adicional nos remitiría a un empingorotado y esdrújulo modo de pronunciar pánico (panecillo), improbable diminutivo casticista de grave y prosódica acentuación, aplicable al exiguo tamaño de los bollos panificados, sin arte ni oficio, por los comités locales de abastecimiento y producción.
El grueso de la parrafada precedente, claro está, no es más que un divertimento basado en la idea expuesta por algún erudito inglés (¿el Dr. Johnson?) de que «el lenguajes es el vestido del pensamiento» (en mi caso con seguridad el camuflaje) sin otra pretensión que no sea la de evidenciar que, cuando se acaba el pan y el circo es insuficiente, el miedo se convierte en eficaz medio (el anagrama fue espontáneo) de dominación. Acobardar al ciudadano humilde, mediante la mentira y la amenaza continuada de privarlo de sus misérrimos subsidios, con el fin de inmovilizarle en el pantano de la resignación, ha sido objetivo primordial de la estrategia de permanencia desarrollada en conciliábulos habaneros y apuntalada comunicacionalmente por publicistas cariocas pagados por Odebrecht (ahora un tanto venidos a menos, ¿no?) al servicio del combo Maduro-Padrino-Cabello; una estrategia que, debemos reconocer, les ha dado resultado, ente otras cosas, porque quienes están obligados a defender a la gente de la intimidación oficial y desmontar sus patrañas –partidos y organizaciones democráticas de oposición–, no han tenido arrestos suficientes para mandar muy largo al carajo a los encantadores de serpientes que les tendieron la trampa del diálogo y, cual si el tiempo no importase, prosiguen, ¿quousque tandem? hamletianamente enfrascados en la cuestión del ser y no ser. Con su erráticos comportamientos, tanto la mesa unitaria cuanto la ultra disidencia intransigente, hacen que el régimen, para desolación de la mayoría que ha optado por el silencio, logre ocultar sus contradicciones y debilidades y luzca más fuerte de lo que en verdad es.
«No solo de pan vive el hombre», cierto; y, mordaz, Woody Allen agrega: «de vez en cuando necesita un trago» sin especificar de qué, mas podemos suponer que de agua no será; lo más seguro es que el actor y realizador estadounidense haya pensado en un espirituoso al apostillar y desacralizar la bíblica sentencia. Y sin cañandonga, una buena función –¿o ración? – de circo le parecía bien a Juvenal un siglo antes de que a Jesús le diera por multiplicar los panes. De allí aquello de panem et circenses que, desde César a nuestro días, ha sido la dieta impuesta por dictadores de todas las calañas.
Si el panadero es presa de miedo pánico, para usar una expresión tal vez correcta y hasta elegante que me tinca redundante, no menos víctima del horror ha de sentirse la población en general por la falta de pan, carencia que podría suplirse con tortas, cual sabiamente recomienda el refrán; sin embargo, la elaboración de ese sucedáneo le ha sido vedado a los horneros, de modo que solo resta comerse las dóciles fieras, valga el oxímoron, del gran circo castro-bolivariano, antes de que intenten devorarnos ellas primeros, porque entonces sí cundiría el pánico y poco importarían las palabras.
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