Rodolfo Izaguirre
La poesía no se hace con ideas sino con palabras. Apabullar el poema con ideas, cualesquiera que ellas sean: banales o trascendentes, equivale a lapidarlo, a asestarle una y otra y otra puñalada por la espalda. El poeta (no el versificador) elije la palabra que estima sea la que busca porque sabe que en ella viven y respiran colores, sonidos, resplandores y silencios. Y con estas presencias las palabras se conjugan y dan nacimiento al poema. Las palabras contribuyen a darle armonía y consistencia y cumplen el papel de contener el silencio que hay en ellas, evitan que se desborde. “El silencio –sostiene Jean Bies en su libro Resurgencias del espíritu en un tiempo de destrucción–, devuelve a las palabras su esplendor y su valor, perdidos por un exceso de consumo (...). Nos aturde la charlatanería incesante y la intensificación mareante de ruido. El silencio dispensa de las contradicciones los errores de juicio, las condenas precipitadas, evita las pequeñas inexactitudes anodinas cuya suma produce la mentira, las maldades insignificantes que acaban por convertirnos en malvados, la dialéctica litigiosa, nunca escasa de argumentos...”.
Sé que entre países no hay amistad sino negocios. Se hace evidente que con el desorden económico que ahoga al país bajo la crueldad del régimen militar y del narcotráfico, resulta muy cuesta arriba pensar en negocios sanos, mucho menos en trabar amistad con un gobierno maula y mala paga con una representación diplomática que se arrastra en el pantano de la vulgaridad. Es poco lo que podemos esperar de Nicaragua, Cuba o Bolivia, gobiernos que han perdido todo asomo de vergüenza y dignidad. El resto de las naciones latinoamericanas guarda silencio o mudez en relación con el genocidio venezolano.
Hasta el momento solo se escucha la voz cada vez más alarmada del uruguayo Almagro recomendando que se aplique la Carta Democrática exigida en reiterados informes concluyentes en relación con el desastre ocasionado por los militares venezolanos. Pareciera que sobre la OEA se extiende un manto de silencio. Pero no es silencio: ¡es mudez!
El silencio, escriben los simbolistas Chevalier y Gheerbrant, se diferencia de la mudez en que “permite esperar una respuesta; la mudez, por el contrario, se cierra y se niega a recibirla o a trasmitirla. Mientras el silencio abre puertas y promete, la mudez las cierra y castiga”.
Se habla del silencio de Dios, pero los teólogos aducen en su defensa que el hombre, al quedarse dormido, es quien ha excluido a Dios de sus gestiones y ahora lo acusa de haberse dormido. Hay monasterios en los que la regla de oro es el silencio porque sostienen que Dios entra con mayor facilidad en las almas que atesoran silencios y visita poco, o es reacio a hacerlo, a las que se obstinan en mantener una insoportable mudez.
Las reiteradas y angustiosas exhortaciones de Almagro a los representantes de los países latinoamericanos para que asuman una posición condenatoria a la barbarie bolivariana, además de una miserable cautela y un reverencial temor diplomático, han encontrado una vergonzosa mudez. ¿Qué temen? ¿Perder los negocios sin importar la degradación y la miseria que aflige a los venezolanos? ¿Cómo pueden permanecer mudos sabiendo lo que estamos pasando? ¡Qué sombras se remueven en sus conciencias para permanecer ausentes conociendo sobradamente que el régimen militar bolivariano es una peste? Saben que se trata de un narcoestado; ¡saben que se trata de un gobierno forajido! Lo saben porque Almagro se la pasa recordándoselos. Pero van y vienen los informes del uruguayo denunciando graves violaciones de los derechos humanos en Venezuela y nada sustancial ocurre. Un informe de 172 páginas (¡casi un libro!); otro, de 75. Pero lo que escucha la democrática tenacidad de Almagro no son las decisiones de los miembros de la OEA, sino las amenazas de una mediocre e impresentable funcionaria del régimen militar repitiendo una grotesca intervención en la reunión de Mercosur, más cercana al barrio marginal que a la Cancillería de un país.
¡Van y vienen las reuniones y nada ocurre! ¡Van y vienen los informes detallados de Almagro y los representantes, perplejos, se miran unos a otros! ¿Era necesario que acudiesen a la OEA Lilian Tintori, Patricia de Ceballos y Oriana Goicochea para que los diplomáticos miembros de la organización se enterasen, finalmente, por boca de tres abnegadas y valientes mujeres, de lo que Almagro está harto de explicarles? ¡Debería darles vergüenza! Eso te tiene el silencio: cubre los grandes acontecimientos, pero la mudez los esconde.
Todo se pospone en la OEA. ¡No hay premura, no existe el tiempo para que la justicia actúe con prontitud! Entiendo que la diplomacia es lenta y se maneja con suma cautela. ¡Evita precipitaciones! Camina como los ancianos: con pasos cortos y seguros, recto, un pie después del otro sin mirar a los lados para no tambalearse y caer; distinto al caminar brioso y atropellado de los jóvenes, como yo. Pero en mi país el genocidio, a diario, me socava el alma y me avasalla. Grito, pido ayuda y clemencia pero solamente me escucha Luis Almagro, y en Estados Unidos y en Europa, salvo Rajoy en España con faena mejor que la de Zapatero, están más angustiados con los exabruptos de Trump y las fechorías islámicas que con los desafueros venezolanos. ¡En la OEA no hay silencio, lo que hay es mudez!
Lo que ustedes están haciendo en la Organización de Estados Americanos, honorables representantes es ¡echárselas al hombro!
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