EDUARDO
MAYOBRE
En el
primer discurso de su reciente visita a Cuba y Estados Unidos, el papa
Francisco afirmó que “la cultura del diálogo y el encuentro debe imponerse
sobre el sistema, muerto para siempre, de dinastía y de grupos”. La
advertencia, dicha en el aeropuerto de La Habana, es importante. Porque no cabe
duda de que en la isla existe una dinastía.
Según el
Diccionario de la Lengua (RAE), “dinastía” significa “familia en cuyos miembros
se perpetúa el poder o la influencia política, económica y cultural”. El
monopolio del poder durante más de 56 años por parte de los hermanos Fidel y
Raúl Castro es un ejemplo típico. Describir el predominio familiar como un
sistema muerto para siempre posiblemente alude al hecho de que el presidente
Raúl Castro ha prometido que el actual será su último mandato y probablemente
cumpla, pues dada su edad y la de su hermano mayor es difícil biológicamente
extender su mandato.
El
sistema de dinastías ha sido común en el Caribe. Además de los Castro, las más
famosas (pero menos longevas) han sido las de los Trujillo en República
Dominicana (1930-1961), y la de los Somoza (1937-1979) en Nicaragua. En cada
caso la dinastía ha estado basada en la figura tutelar del caudillo: Rafael
Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza y Fidel Castro. Salvo la última, todas
terminaron con la muerte.
En
Venezuela la larga dictadura del general Juan Vicente Gómez (1908-1935) fue
algo muy parecido a una dinastía, aunque con la diferencia de que sus
presidentes títeres no fueron de su familia, debido a que cuando intentó
establecer una línea de sucesión con su hermano y su hijo pudo constatar que lo
traicionarían o ya lo habían traicionado.
Para
evitar la formación de tales dinastías, uno de los mayores logros de la Revolución
mexicana de comienzos del siglo XX fue consagrar el principio de “sufragio
efectivo, no reelección”. Tan sana medida le permitió al partido de la
revolución perpetuarse en el poder por 90 años.
El papa
Francisco mencionó no solo la cultura ya muerta de las dinastías, referencia
directa a la de Cuba, sino también la de grupos. Y quizá por cortesía no dijo
personas. Porque desde que se difuminaron las dictaduras militares
institucionales en América Latina, cuando se iniciaba la década de los años noventa
del siglo pasado, no han cejado los intentos de perpetuarse en el poder de los
personajes más disímiles. Menem en Argentina y Fujimori en Perú modificaron la
constitución para prolongarse en el poder bajo ropaje eleccionario.
Posteriormente lo hizo en Venezuela Chávez, pero lo sorprendió la muerte. Más
recientemente, Correa en Ecuador y en Bolivia Morales insisten en lo mismo.
En
Venezuela, debido a la muerte del caudillo, se intenta lograrlo con el concepto
casi místico del comandante eterno. La dinastía no sería de sangre sino de
pertenencia. Por eso el papa Francisco se refirió a los grupos. No cabe
detenerse en ellos porque son de todos conocidos y los distingue la arrogancia
y la soberbia.
A tal
tradición, el jefe de la Iglesia Católica le opuso la cultura del diálogo y el
encuentro. Tema que mantuvo en su visita a Estados Unidos de América, donde
algunos hijos y nietos de inmigrantes pretenden excluir a quienes, por ganas o
necesidad, intentan incorporarse a esa nación. La cultura –según él ya muerta–
de las dinastías y los grupos atenta contra la inclusión, la reconciliación y
el amor, propias del mensaje de Cristo, en las sociedades y familias. Tema que
no es ajeno a la Europa actual de migraciones masivas desde países con
problemas bélicos y de persecuciones.
Lamentablemente, todavía no ha
muerto la cultura del dominio perpetuo, el odio y el personalismo. Por ello es
más perentorio enfrentarla, tal como intenta hacerlo Francisco con su lenguaje
vaticano.
Vía
El Nacional
Que pasa Margarita
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