Carlos Hernández Delfino
En los artículos previos hemos revisado, brevemente, los controles de cambio de 1940, 1960 y1983. Estas experiencias difieren en cuanto a la instrumentación del control, su administración, su duración y sus implicaciones económicas, pero es necesario insistir en que ellas tuvieron en común, entre otros factores, que su base de sustentación legal se enmarcó en la restricción de las garantías a derechos de rango constitucional (o, de hecho, en su suspensión) que, conforme a la Doctrina venezolana, resultaban vulnerados por la interrupción de la libertad cambiaria.
Con relación a las consecuencias económicas del control y de su desmontaje, no pueden sustraerse de esas experiencias las distorsiones que ellas condicionan, aunque realmente muy moderadas en el caso de 1940 y 1960. El desmontaje del control de cambio de 1960 no trajo consecuencias de importancia y antecedió un lapso de relativa estabilidad hasta bien avanzada la década de los setenta. En oposición, el régimen de cambios múltiple adoptado en febrero de 1983, complejo y engorroso, portador de incentivos a la corrupción e inscrito en un marco de políticas públicas que exacerbó las perversiones propias de los controles de cambio y de precios, determinó consecuencias negativas de gran alcance, que alcanzaron su más alto potencial desestabilizador en 1988. Cuando el control de cambios de 1983 fue eliminado y establecido un régimen de flotación cambiaria, el 12 de marzo de 1989, en el marco del programa de estabilización y reformas que fue adoptado ese año, asistimos a un proceso de intensa inflación (81%), y el ingreso real per cápita de los venezolanos cayó abruptamente (9,2%). La fase de recuperación que habría de seguir fue vigorosa y contundente, hasta que las perturbaciones políticas de 1992 y 1993 pusieron fin al programa y exigieron una mayor contribución a la política monetaria. No podemos dejar de advertir, porque interesa al propósito de esta nota, que si bien se contabilizaron logros de importancia en el ámbito macroeconómico durante los primeros años de la década de los noventa, el desfase en la adopción de las necesarias reformas fiscal y financiera, alteró la secuencia natural de reformas a liberalización, lo que impidió dar oportuna corrección a las debilidades institucionales y a los desequilibrios estructurales de entonces. De hecho, la Ley del Banco Central de Venezuela que consagró su autonomía fue promulgada a fines de 1992, y la Ley General de Bancos y Otras Instituciones Financieras entró en vigencia en enero de 1994, cuando ya se desencadenaba la crisis bancaria.
La crisis del sistema bancario de 1994 fue la antesala del control de cambio impuesto en junio de ese año. El colapso de instituciones financieras que concentraban más de 50% de los depósitos del público, resultó del efecto combinado de diversos factores de influencia, entre los cuales preciso es destacar: las debilidades estructurales del sector financiero y del marco que regulaba sus actividades; el desarrollo de prácticas riesgosas e imprudentes en algunas instituciones bancarias; y el debilitamiento de la economía luego de haber experimentado altas tasas de crecimiento acompañadas de la expansión del crédito. La inestabilidad política y económica que se inicia en 1992, la incertidumbre asociada a los sucesivos cambios de Gobierno en 1993 y, finalmente, la profunda desconfianza en la estabilidad de la moneda y en la percepción de liquidez y solvencia de algunas instituciones del sistema bancario, contribuyeron a propiciar la persistente salida de capitales de 1993 que exigió la aplicación de una política monetaria marcadamente restrictiva. La reducción de la liquidez de varios bancos severamente afectados por la crisis, estimuló la competencia por depósitos, lo cual, en combinación con los factores mencionados, propició un alto nivel de tasas de interés que complicó la situación de los deudores bancarios, afectados a la vez por la recesión económica.
La situación fiscal se agravó considerablemente por la debilidad de los ingresos (entre otras razones por la contradictoria eliminación del IVA que había sido decretado por el gobierno de transición en 1993), por las presiones de gasto exacerbadas por la crisis financiera, por las demandas de una población que se formó expectativas de recuperación con el nuevo Gobierno y por las dificultades para organizar una estrategia coherente de financiamiento público. El BCV debió trasladar la prioridad de sus políticas desde el objetivo antiinflacionario hacia la necesidad de evitar una crisis aún más profunda y generalizada del sistema bancario y con ella la interrupción del sistema de pagos del país. En junio de ese año, cuando fueron intervenidos ocho importantes bancos, se agudizó la crisis financiera y continuó la extracción de capitales. El Gobierno suspendió el comercio de divisas y el 9 de julio de 1994 fue impuesto un control de cambio con un alcance integral. Con relación a esta modalidad de control es necesario destacar que el mercado oficial único es esencialmente inconsistente porque se pretende con él controlar simultáneamente cantidades y precios sin que se permita legalmente atender la demanda insatisfecha de divisas; está condenado a una creciente y continua erosión, determina importantes costos durante su vigencia y mayores aun cuando son desmontados y, además, promueve la creación de un mercado paralelo en el cual se forma una paridad distanciada en forma creciente de la oficial.
La regulación cambiaria estableció la obligatoriedad de venta al BCV de las divisas netas generadas por exportaciones de bienes y servicios de los gastos en el exterior relacionados con la respectiva exportación. Igualmente eran de venta obligatoria las divisas que ingresaran al país por viajes, turismo, remesas, transferencias, rentas de inversión y otras rentas. La adquisición de divisas para importaciones y el pago de servicios asociados con ellas, contemplaba el registro de los interesados en la Oficina Técnica de Administración Cambiaria, que fungía como órgano operativo de la Junta de Administración Cambiaria (JAC). La Junta tenía a su cargo la fijación de las pautas para la asignación de divisas y el otorgamiento de autorizaciones para su adquisición. Este proceso fue lento y entrabado por las fallas de diseño del régimen, los conflictos de prioridad entre sectores y actividades demandantes de divisas, y la ausencia —a juicio de la JAC— de lineamientos por parte del Gobierno que permitiesen conformar criterios de asignación de las divisas a múltiples propósitos a través de un proceso que planteaba la distribución del significativo subsidio implícito en el tipo de cambio del mercado oficial, una cuestión que se inscribe en el campo de la ética y que supondría el conocimiento previo de preferencias y de la mejor asignación de recursos.
Se consideró la obtención de divisas para el pago de la deuda privada externa neta, previo el cumplimiento de los requisitos de registro y conformación. El ingreso de capitales por inversiones extranjeras debía ser canalizado a través del BCV. El régimen contempló, sin embargo, el derecho de los inversionistas a la repatriación de capitales y a remitir dividendos y otras ganancias a sus casas matrices.
La rigidez inicial del régimen cambiario hubo de ceder a la fuerza de las circunstancias y fue así como comenzaron a flexibilizarse los trámites de autorización y adquisición de divisas para ciertas transacciones, como viajes de negocios al exterior, importaciones canalizadas a través de los Convenios de Pagos y Créditos Recíprocos, entre otras. En abril del año 1995, el Gobierno autorizó la realización de operaciones de compra–venta de bonos de la República emitidos en USD en el marco del Plan Brady, por lo que se conformó un mercado adicional al controlado, con un tipo de cambio distinto al oficial que resultó de la dinámica de las cotizaciones de los referidos bonos en el mercado secundario local. Surgió así un sistema de cambios dual que produjo cierto alivio, pero la diferencia entre ambos tipos de cambio estimuló las expectativas de un ajuste a la paridad controlada y, con ello, tensiones adicionales sobre el mercado de divisas. Particularmente así cuando en el último trimestre de ese año fue creado un mercado paralelo para la adquisición de divisas destinadas a viajes y al pago de los gastos cubiertos con tarjetas de crédito en el exterior. La tasa de cambio para estas transacciones resultaba, en forma implícita, de las operaciones realizadas con los bonos Brady, con lo cual se trasladaba al ámbito de las transacciones corrientes, una tasa de cambio determinada por las especiales condiciones del mercado secundario de deuda soberana. Es decir, se conformó una parcela del mercado que contradecía el principio general de los mercados cambiarios diferenciados en regímenes de control, cual es, la segmentación entre las transacciones corrientes y las de capital para evitar que la naturaleza volátil del segundo contamine las transacciones realizadas en el primero.
El tipo de cambio oficial de compra, aplicable al ingreso de divisas al país era de Bs. 169,57 por USD, mientras que para la venta fue fijado en Bs. 170 por USD. En diciembre de 1995, fueron convenidos nuevos tipos de cambio de Bs. 289,25 por USD y de Bs. 290,00 por USD para la venta.
En 1995 se agudizaron los desequilibrios y distorsiones de la economía, a pesar de que el PIB registró una tasa positiva de crecimiento en respuesta a la recuperación de la actividad petrolera. La inflación fue ligeramente inferior a 57% ese año. La posición externa del país se debilitó aún más por la reducción de las reservas internacionales en casi USD 1.800 MM (15,5%). La insuficiencia de las políticas adoptadas para conjurar el déficit fiscal, el ambiente de expectativas adversas, las elevadas tasas de interés internas en respuesta a la política monetaria restrictiva, a la ausencia de financiamiento externo y a la escasez de inversiones directas de ese mismo origen, explican los resultados en las cuentas externas del país. Y no podía ser de otra manera, pues los controles de cambio sólo conducen a la intensificación de los desequilibrios que exigieron su adopción, particularmente cuando adolecen de deficiencias de diseño, normativas e instrumentales y, por encima de todo, no se conciben como una ruta de corto tránsito hacia la restitución de los mecanismos del mercado.
Conviene apuntar que en 1995 fue promulgada la Ley sobre el Régimen Cambiario que facultó al Presidente de la República para establecer restricciones o controles a la libre convertibilidad de la moneda y además para sancionar con multa o prisión a quien quebrantase la normativa del régimen. Como consecuencia de la promulgación de la nueva Ley del Régimen Cambiario, el Presidente de la República emitió un decreto, en junio de 1995, según el cual, fueron establecidas las normas del régimen cambiario con base en las atribuciones conferidas por esa Ley, lo que parecía exceder las facultades del Ejecutivo. En efecto, una sentencia de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, de noviembre de 2001, anuló los artículos de la Ley que facultaban al Ejecutivo Nacional para restringir o suspender la libertad cambiaria, pues tal facultad se encuentra fuera del ámbito de aquellas atribuidas a ese Poder. Esa es, pues, una materia propia de la reserva legal y en consecuencia, de conformidad con la referida sentencia, el Presidente de la República debe estar plenamente autorizado por una ley para imponer restricciones que afecten a la libertad cambiaria, y de allí a la libertad económica y otros derechos constitucionales. Conviene mantener presentes estas consideraciones cuando abordemos el control de cambio establecido en 2003.
En abril de 1996, en medio de una favorable evolución del mercado petrolero y en el marco de un conjunto de medidas de política económica adoptadas con el apoyo del Fondo Monetario Internacional, fueron suspendidos los controles y quedó así restablecida la libertad cambiaria. El Banco Central de Venezuela fue autorizado para permitir que el tipo de cambio fluctuase libremente, de acuerdo con la oferta y la demanda. Los controles de cambio y de precios fueron desmontados, aun cuando en el segundo caso el proceso fue gradual al reducir el número de rubros sujetos a control y permitir la elevación de los precios de algunos de ellos. El programa de medidas, que fue denominado “Agenda Venezuela”, contempló la estabilización de la economía en su primera fase y, una vez cumplidos los objetivos de ésta, la consolidación y continuación de las reformas institucionales, en especial, el fortalecimiento del sistema bancario y de las instituciones oficiales a cargo de su regulación y supervisión. Fue superada la situación deficitaria del Gobierno, la economía registró una importante monetización y mejoró la posición externa con un incremento de 94% en las reservas internacionales netas del BCV que al cierre de ese año alcanzaron a USD 12.038 MM. La gestión fiscal, en un contexto petrolero favorable y en cuenta del efecto de la devaluación sobre los ingresos fiscales petroleros, resultó en un saldo superavitario.
Fue adoptado un sistema de bandas cambiarias dentro de las cuales fluctuaría libremente el tipo de cambio con el objetivo, claramente justificado, de favorecer la conformación de expectativas de inflación moderada para lo cual era condición necesaria la estabilidad del tipo de cambio y la posibilidad de poder predecir su evolución dentro de ciertos límites. El sistema de bandas permite limitar la variabilidad del tipo de cambio dentro de márgenes que ofrecen mayor latitud de acción a la política monetaria, a diferencia de un sistema de cambio fijo que restringe en forma absoluta la efectividad de esa política cuando prevalece la libre movilidad de capitales, y la remite a la defensa del tipo de cambio; o de un sistema de libre flotación que ofrece mayor autonomía a la actuación del banco central y puede trasladar hacia el tipo de cambio buena parte del efecto de la volatilidad interna y externa. El sistema de bandas es la expresión de un régimen intermedio en el cual la política monetaria puede dedicarse a la estabilización económica o a moderar las fluctuaciones del tipo de cambio frente a perturbaciones coyunturales que comprometan los límites de fluctuación de la banda, en la vecindad de los cuales cabría esperar que las autoridades intervengan lo que, en teoría, debería moderar las tensiones que ubican al tipo de cambio en las cercanías de esos límites. Este sistema operó hasta comienzos de 2002, cuando en virtud de su agotamiento, fue resuelta la libre flotación del tipo de cambio.
Al desmontar el régimen de controles en 1996 la actividad económica decreció 2,5%, para recuperarse el año siguiente. La tasa de inflación se elevó al record de 103,2%, como consecuencia de la eliminación de los controles y de haber establecido el tipo de cambio en Bs. 500 por USD como paridad inicial del nuevo período de libre determinación de esa variable, lo que significó una depreciación promedio de 177% entre la paridad vigente antes del inicio del control de cambio y aquella establecida al momento de su abolición. Posteriormente el mercado corrigió hacia abajo la paridad inicial. El Gobierno estableció diversos subsidios a los costos del transporte y la alimentación que beneficiaron a los trabajadores de menores ingresos, tanto del sector público como del privado. Estas medidas fueron complementadas con diversas decisiones de aumento de las remuneraciones y la aplicación de bonos y otras formas de compensación.
Quedaba demostrado, una vez más, con toda la contundencia de los hechos, que los propósitos que animan a los gobiernos a instaurar controles de cambio, y su correlato los controles de precios, en ocasiones derivados de las distorsiones causadas por sus propias políticas, conducen a los resultados altamente costosos que ellos tratan de evitar corrigiendo tales distorsiones con restricciones a la libertad económica y a otros derechos. No niega este argumento la pertinencia de los controles de cambio en determinadas situaciones, como solución temporal en la ruta hacia medidas de largo aliento.
Al igual que en todas las experiencias previas, la suspensión de la libertad cambiaria en 1994 se asentó en restricciones a garantías económicas de rango constitucional. Previamente al cierre del mercado cambiario y a la posterior implantación del control de cambio, el Gobierno suspendió las garantías constitucionales de libre tránsito, libertad económica, derecho de propiedad y los límites constitucionales a la expropiación por causa de utilidad pública, entre otras. El decreto presidencial que autorizó el cierre temporal del mercado cambiario se fundamentó en la inestabilidad del mercado cambiario, en la incidencia de estas perturbaciones sobre el desarrollo normal de la actividad económica y en la reducción de las reservas internacionales por efecto de las recurrentes salidas de capital. Más adelante, en julio de 1995, después de promulgada la cuestionada Ley del Régimen Cambiario, el presidente Rafael Caldera restituyó las garantías constitucionales.
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