CAROLA ETTEGUI | CAROLA.ETTEGUI@GMAIL.COM
30 DE OCTUBRE 2016 - 12:01 AM
Abrazar siempre fue un verbo difícil de conjugar para Emilio Lovera durante su compleja infancia y adolescencia. Amar simplemente no existía en su vocabulario diario. Luego de la muerte de su madre, a los cuatro años de edad, creció junto a un padre violento con secuelas de la persecución perezjimenista. “Yo pensé que así era la vida, que todos los niños estaban solitarios en su cuarto, que yo debía aprender y hacer todo solo, pensaba que los otros niños a los que su mamá los ayudaban eran débiles y sentía hasta lástima por ellos. Me era difícil relacionarme, pensaba que no podía tocar a la gente ni la gente tocarme; obviamente, una tergiversación de los valores al no tener a nadie que me dijera cómo eran las cosas realmente. No se me dijo ni sí ni no, simplemente en casa no existía nada de eso, y mi casa era mi ejemplo”, recuerda.
El Superagente 86, La familia Monster y los pocos programas sobre naturaleza que transmitían en la televisión –cuando podía verla– se convirtieron en una vía de escape para el retraído niño, que soñaba con convertirse en el guardabosque del show del oso Yogui, delatando entonces su pasión por el ambiente y por cuidar a cualquier animalito. Una visita en casa era de los momentos más amenos para Lovera, porque era el tiempo en que se simulaba ser una familia, al menos así lo entiende años después. Muchos de sus parientes cercanos jamás sospecharon de una realidad que decidió contar mucho más tarde. “Todo lo que fuera un ambiente que distendiera un poco el clima tan rudo que se formaba cuando mi papá estaba presente y enfurecido, era muy agradable para mí. Me encantaba ver Radio Rochela. Jamás me imaginé trabajar ahí, pero siempre lo tuve como buen ejemplo; de hecho, sí creo haber tomado alguno de los chistes o técnicas de esos tiempos para hacer reír”.
Fue precisamente el humor su mejor manera de combatir las burlas colegiales por su baja estatura o la forma de su dentadura. El púber Emilio no solo comprobó que el peor castigo para un “bulleador” era un chiste tan contundente que la gente terminara riéndose del abusador, sino que se percató del silencio y las miradas curiosas de los compañeros mientras esperaban que dijera algo en lo que todos tenían fe fuera gracioso, recuerda Lovera, quien a los 17 años y luego de una fuerte golpiza decidiera irse de casa. “Probablemente, siendo víctima de violencia estás pensando en venganza, en aplicar la misma. Yo decidí no repetir esos patrones porque me había dado cuenta por mí mismo de que no tenía que ser así, que uno podía vivir en paz y en armonía con la gente. Estar fuera de la casa era lo más parecido a estar en unas vacaciones, era estar sin violencia, sin miedo, sin terror, me acostaba y me levantaba sin golpes, sin problemas. No importaba si dormía en casa de alguien, en el suelo, en un carro, yo era feliz por eso, no sentía que estaba mal”, afirma.
La habilidad para hacer reír también lo impulsó a destacar en bachillerato, donde mediante el uso de sus habilidades para el dibujo creó un volante anónimo para satirizar a sus profesores militares, una hazaña que repetiría con sus compañeros en la Universidad Católica Andrés Bello, en una revista de comedia que decidieron presentar a un grupo de humoristas de Radio Rochela, entre ellos Carlos Sicilia. Sus imitaciones en aquella cita llamaron la atención de los productores, que le propusieron una pequeña participación y un cheque que lo sorprendió, pues nunca pensó que pagaran por hacer reír. Un año después ocurrió el segundo y definitivo intento en el programa que lo consolidó como comediante, con personajes tan variopintos como recordados. “No me interesé nunca en la fama, no la disfrutaba, tampoco sentía que la merecía, no sabía cómo manejarla, simplemente seguí con mi vida normal”. Con personajes como los Waperó llegó a ser tan popular que en un día de playa con sus hijos no podían faltar las fotos con fanáticos, los autógrafos o algún persistente que pidiera un chiste. “Al final de la tarde, mis hijos sentían que no habían salido conmigo”.
La irreverente Chepina Viloria, el locutor Chúnior y un sumiso Palomino Vergara son algunos de los personajes construidos por Lovera en sus constantes observaciones en la calle y las reacciones que todos tenían frente a un personaje peculiar. “Todo el mundo los observa, pero nadie lo dice, no lo hace general. Yo construí el personaje y todos reconocían a alguien conocido en él: todos conocen a un Chúnior, hay muchos Palomino y muchas Chepina, que prácticamente es el ama de casa venezolana, normal y corriente”, afirma Lovera, quien también condujo con éxito el show Misión Emilio.
Lejos de la televisión venezolana desde hace algunos años, Lovera se ha dedicado a presentar su clave de risa en otras latitudes. Recientemente participó en el Festival Internacional del Humor en Bogotá, Colombia, además de llevar su Autobús Reloaded junto a Jorge Glem, a ciudades como Houston, Nueva York y Miami. También prevé documentar su show Laureamor y Emidilio, una divertida dupla surgida hace 15 años con el humorista Laureano Márquez, para ofrecerlo en países de habla hispana.
Perdonar, que no es más que el olvido, es el verbo que a diario procura conjugar Lovera, para quien después de 30 años de carrera el éxito tiene un significado sublime: “Es una satisfacción profunda por el trabajo cumplido, más que todo eso. No necesariamente tiene que verse reflejado en dinero o en una cuenta bancaria, el éxito se ve reflejado en la alfombra que te tienden al pasar porque conocen de tu trayectoria y de tu trabajo y de la forma en que lo llevas”.
“La gente tiene que reírse. La risa es vida y ES perdón, es una especie de catarsis inmediata que te recupera de la caída y te invita a seguir caminando, es absolutamente necesaria. No podemos dejar de reír ni dejar de ser el pueblo que somos. Sólo corregir lo malo que tenemos y preservar lo bueno, y una de nuestras habilidades es reír de uno mismo, pero también ser capaces de contagiar la risa”
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