Nadie discute la existencia de una brutal crisis económica. Sus manifestaciones objetivas están a la vista: fuerte contracción de la economía, destrucción del empleo, deterioro del salario real, caída estrepitosa del consumo, inflación desbordada, disminución de la producción petrolera, para no hablar de la crisis humanitaria, del hambre, de la desnutrición y de la falta de medicinas.
Lo que sí se presta a discusión es el establecimiento de responsabilidades. Para muchos, lo que está a la vista es la consecuencia desastrosa de un modelo económico, de una política equivocada en su concepción y pésimamente ejecutada por un gobierno incompetente y corrompido. Para otros, y nos referimos en términos generales al chavismo, los síntomas antes enunciados son la consecuencia de una guerra económica desatada por el Imperio, las empresas transnacionales y la oligarquía criolla, con el apoyo de la oposición apátrida.
No vamos a entrar en ese debate. Lo que queremos plantear es otra cosa.
Para empezar, demos por buena la explicación del gobierno y de quienes lo respaldan: Somos víctimas de una agresión internacional y nacional. Estamos viviendo una guerra. El Imperio ha contratacado. La guerra de tercera generación está siendo librada.
Bien, aceptado el argumento.
Pero, de ser cierta esta visión, cabe entonces preguntarse ¿quién está ganando esa guerra?
Es absolutamente evidente que los agresores le están dando una paliza a Venezuela. No hemos ganado una sola batalla, las hemos perdido todas.
Para una corriente política tan impregnada de la mentalidad militar, sería importante responder a esta pregunta: ¿quién fue el mariscal de tantas derrotas?
La respuesta es evidente: el gran estratega y comandante en jefe de las fuerzas venezolanas en esta guerra perdida ha sido y es Nicolás Maduro, por lo menos en los últimos cuatro años. Y no por falta de poder.
Si eso es así, ¿no sería prudente pensar en buscar otro estratega, otro comandante en jefe?
De lo que se trata es de colocar en la conducción del Estado a alguien que tenga la capacidad para ganar las batallas económicas, cualquiera que sea el enemigo. Un nuevo conductor que pueda presentar un programa de gobierno, que reúna un equipo competente, experimentado y honesto, que logre suscitar confianza y reemprender el camino del crecimiento y del desarrollo.
Eso es lo que se hace en las guerras. Cuando un general es derrotado en sucesivas batallas, no tiene liderazgo, no presenta un orden de batalla adecuado y pretende echar la culpa a todo el mundo en vez de asumir su responsabilidad, se le cambia. La lógica más elemental indica que ante el fracaso, debería renunciar y, como no lo hace, hay que sustituirlo.
Así ocurre no solo con los generales que pierden todas las batallas; también con los empresarios que han quebrado todas sus empresas, con los entrenadores deportivos cuyos equipos no ganan un solo partido, con los pilotos de carros de carrera que chocan más que Pastor Maldonado, con los directores de orquesta que no saben cómo armonizar y dirigir a sus músicos, con los médicos a quienes se les mueren los enfermos, con los abogados que pierden todos los juicios, con los ingenieros a quienes se les caen los puentes y edificios. Así de sencillo.
No perdamos más tiempo: hay que remplazar ya a quien perdió su guerra económica, a quien fracasó como jefe, a quien no pudo con la responsabilidad que le fue encomendada.
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