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La realidad existe porque formamos parte de ella, porque es la vida es cada cual, pero eso no significa que cada uno la sienta de manera uniforme.
La gente habla de la feria partiendo de la experiencia que tuvo en ella, dice el refrán. Es tan así, que puede darse el caso de que una persona o muchas ignoren lo que pasa frente a sus narices, aunque pasó de versa.
No les da la gana de sentir las órdenes de la realidad, esas señales que están allí y que, para muchos, es como si no estuvieran.
En los predicamentos individuales se trataría de un problema psiquiátrico, de esos que se resuelven poco a poco y a título personal en el diván del psicoanalista, o tomándose unas pastillas que te obligan a abrir los ojos. Pero, cuando se trata de una ignorancia de naturaleza política, es decir, de algo que no solo incumbe a los individuos que ignoran de manera olímpica las señales de entorno, sino a gente de poder que tiene la obligación de escrutar cada día las señales de la atmósfera que la envuelve, estamos ante un enredo de magnitud colosal, ante un desarreglo capaz de producir consecuencias extremadamente perjudiciales.
Es lo que pasa con la dictadura de Maduro, negada a sentir el rechazo de la mayoría de la sociedad, incapaz de sentir las náuseas generalizadas que provoca. No vio los resultados de la última elección parlamentaria, no considera las encuestas que la condenan al ostracismo, desconoce que hubo una consulta popular en la cual siete millones y medio de ciudadanos le propinaron una patada histórica. Para completar, asegura que no hubo un paro cívico hace poco.
Tal negación importa porque no solo incumbe a quienes se empeñan en sentirla, en aferrarse a una negación, sino también a los hombres que formamos parte de esa realidad.
Avestruz con la cabeza en la tierra para no darse cuenta de lo que sucede en su derredor, ciego sin lazarillo y sin cayado, idiota sin vínculos con los resortes que deben mover su voluntad, solo existen ellos en Venezuela mientras el resto, es decir, la abrumadora mayoría que los rechaza y abomina, se localiza en un limbo que, como todo limbo que se respete, está condenado a que nadie lo ubique y considere.
En estas horas en las cuales se escucha cada vez más el llamado a una mediación entre la dictadura y los líderes de la oposición, conviene destacar el empeño estéril de la dictadura, de sentir que es la única protagonista de Venezuela, de manifestar la terquedad a través de la cual descarta sin contemplaciones lo que impida la ilusión de una sola influencia ineludible y ubicua que determinará el rumbo de la vida de acuerdo con sus intereses porque los demás intereses no existen.
La patología nos concierne necesariamente, porque conduce a negar que existamos como pueblo, o a sentir que estamos condenados a ser títeres del guiñol que maneja un manipulador exclusivo de la escena. No estamos frente a una conducta nueva e inesperada de la dictadura, sino ante una enfermedad antigua y machacada, pero conviene recordarla cuando se insiste en la necesidad de dialogar con los mandones. Para los mandones, no existen ciudadanos para ese diálogo. Solo existe una voz monocorde y prepotente que desconoce los ruidos que la rodean.
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