Hay dos éxodos. El de afuera y el de adentro. El de los que se han ido a otras patrias llevando la suya a cuestas y el de los que se han sumergido en la propia, con la familia y los amigos más cercanos, pero también exiliados de la ciudad, de la ciudadanía.
Irse a otro país, por las razones que sean, cuesta mucho, aunque el futuro allí sea promisor. Pero irse porque hay que huir para encontrar comida, seguridad, trabajo, protección o esperanza es espantoso. Hace unos cuantos años, desde el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, jóvenes venezolanos se desparramaron por el mundo para formarse, y entre la academia, la parranda y la aventura, varias camadas de compatriotas vivieron la cotidianidad del mundo desarrollado. Era una manera promisoria de irse para los jóvenes vertiginosos de ese momento.
Con la catástrofe roja, irse ha sido la alternativa a un camino negado dentro de su territorio. Hay millones de venezolanos afuera; y contra una creencia difundida, salir del país por razones políticas o económicas es una tragedia, porque no es la selección de un destino sino el intento de evadir uno (sin poderlo hacer): el del chavismo, ahora en su fase más degenerada como madurismo.
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