Se puede vivir en Venecia, en esa ciudad inverosímil, confusa,
incomprensible, compuesta por 120 islas formadas por 170 canales, en la
que es posible cruzar 400 puentes diferentes, denominada por siempre, y
en honor a la realidad, la reina del Adriático. Se puede también morir
en Venecia, como le aconteció a Gustavo Von Ashenbach, el protagonista
de la novela de Thomas Mann La Muerte en Venecia, ese personaje
meticuloso y detallista, deseoso desde su juventud de fama y
reconocimiento, creador de una obra literaria que con el tiempo adquirió
“cierto carácter oficial, didáctico; su estilo perdió las osadías
creadoras, los matices sutiles y nuevos; su estilo se hizo clásico,
acabado, limado, conservador, formal, casi formulista… se incluyeron
escritos suyos en antologías de lectura para uso de las escuelas. Por
eso, al cumplir los cincuenta años, cuando un príncipe alemán que
acababa de subir al trono le concedió un título de noble, él no lo
rechazó”.
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