Ismael Pérez Vigil
Las “vacaciones” decembrinas y la espera por la nueva Asamblea Nacional son un tiempo propicio para algunas reflexiones pausadas, como por ejemplo, la confrontación de “misiones”, pobreza y subsidios. Prepararse para proponer políticas públicas alternativas es una tarea que los partidos y la sociedad civil —que se oponen al actual régimen político del país— deben acometer de manera inmediata, abordando de manera sistemática y profunda la discusión de algunos temas importantes, como los señalados.
La asistencia a la inocultable crisis económica y social que existe en el país es la materia más urgente, y si bien hay que buscarle una solución estructural a largo plazo, no se puede obviar que es necesario encontrar un remedio inmediato para los que hoy sufren la pobreza, pasando hambre y necesidades.
Así conectamos el problema con el tema de los subsidios, arma favorita del populismo. Descartado ya el fin inmediatista de ganar votos, si se quiere tratar el tema mucho más seriamente, hay que plantearse entonces la discusión de cómo auxiliar o subsidiar a una población que carece de cosas elementales en vivienda, salud, educación, alimentación y seguridad.
Lo primero es estar consciente, al tratar el tema de los subsidios, de que el fantasma que recorre Venezuela no solo es el del comunismo ramplón del que hablaba Marx y que recorría Europa, sino el del populismo y la demagogia que acompañan la campaña electoral en la que perennemente vive el gobierno.
Al tratar los subsidios, el primer tema debe ser de dónde saldrán los recursos, y eso implica, obviamente, hablar de la industria petrolera; más concretamente, de cómo hacer para que sus beneficios lleguen de una manera más inmediata a toda la población y no convertida en limosna “misionera”. Al efecto hemos visto un ensayo poco exitoso, en lo que a combatir la pobreza se refiere, con el actual gobierno, que ha repartido a través de misiones administradas por Pdvsa los recursos petroleros, comprometiendo la rentabilidad de la industria, su eficacia operativa, y haciendo que aumenten sus costos y se comprometa la producción sin que haya disminuido la pobreza, sino más bien aumentado. No parece ser ese el camino.
Con respecto al petróleo y qué hacer con Pdvsa, a lo largo de los años hemos escuchado diferentes propuestas y versiones. Algunos hablan de repartir dinero en efectivo, otros hablan de bonos para ser cambiados por salud o educación, etc.; pero todos tienen en común que contribuyan a una verdadera democratización de la industria y que el pueblo se vea beneficiado de manera directa y eficaz, sin demagogia y sin que —como señaláramos mas arriba— se comprometa su rentabilidad, eficacia, producción, su futuro, en síntesis.
Se trata de hallar un mecanismo para que los recursos de la principal industria del país le lleguen directamente al pueblo, sin que intermedien funcionarios del Estado u otros, pues ya se sabe que la intermediación usualmente se presta a corrupción y el enriquecimiento de esos intermediarios. Sobre este tema, de los recursos de la industria petrolera, hay más tela que cortar, pero dejemos por ahora planteada la inquietud.
Profundizando más el tema de los subsidios, eso de que deben llegar directamente al pueblo, a quienes van dirigidos, no es algo nuevo, lo vienen diciendo, practicando y recomendando, organismos multilaterales, como el FMI, el BM, el BID, el Pnud, etc.
La conclusión a la que desde hace tiempo han llegado los multilaterales que negocian préstamos y ayudas a los países es que son preferibles mecanismos de entrega directa de subsidios a la población —aunque sea complicado de administrar— que hacerla a través de intermediarios. Por ejemplo, si se va a repartir leche o comida, que se les dé a los escolares que vayan a las escuelas y no a los productores; si es de transporte estudiantil, que se les dé a los muchachos directamente, no a los transportistas; si son becas, que se les den a las madres directamente a través de la banca, por ejemplo, a pesar de las largas colas, y no a las instituciones educativas, de esta manera de paso se incrementa la matrícula escolar y se reduce el índice de deserción, etc. En fin, se trata —como hemos dicho— de buscar que el subsidio llegue de manera directa a quien lo necesita, mientras que de la otra manera, dándolo a quien presta el servicio o produce el bien, no siempre llega.
Los que critican estas modalidades, que por lo general son los que administran o administraban los subsidios, argumentan una serie de razones que se pueden confundir con un retrasado moralismo: Que si se da dinero a los estudiantes para los pasajes, se lo toman en licor o consumen drogas; que las madres compran otras cosas con ese dinero o lo gastan en la peluquería, etc. Por esa vía, claro, habría que educar al pueblo primero, tarea que nadie discute que es necesaria, pero que se tomaría años, y mientras tanto —dicen— déjame el subsidio, para que yo lo administre que si sé cómo hacerlo.
La respuesta a estas objeciones es única y contundente: eso es problema de ellos, si se lo toman en licor o consumen drogas, irán caminando y la próxima vez lo pensaran mejor; y si las madres lo gastan en otra cosa que no es lo que los “administra subsidios” piensan, pues tendrán que buscar otros recursos para usarlos en comprar leche o alimentos para su familia, e igualmente lo pensaran mejor una próxima vez, después de todo los pobres son pobres pero no tontos.
Hay mucho más en qué profundizar sobre los subsidios, pero queda así planteado el tema y volveremos con otros igualmente importantes.
Politólogo
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