Tuesday, October 4, 2016

Una paz de mentira

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Editorial El Nacional

Que el No haya logrado ganar el plebiscito en Colombia solo demuestra que el plan de paz elaborado en La Habana carecía de garantías suficientes para convencer a la mayoría del país de que la propuesta era auténtica. No lo era, desde luego, y aunque el presidente Santos hubiera logrado ganar en las urnas el conflicto seguiría presente, vivito y coleando, en la realidad cotidiana de los colombianos.
Las cifras muestran una diferencia mínima entre las dos propuestas, pero eso es solo un espejismo. El país más bien se mostró mayoritariamente cauteloso y desconfiado, al punto de que no se molestó en salir a votar para decidir de manera tajante el nuevo destino que se le prometía. Esta desconfianza es parte de la violenta historia que, de múltiples maneras, se sigue viviendo en lo más íntimo del pueblo colombiano y que tardará en desterrarse, pues a los muertos cuesta mucho olvidarlos y, más aún, si a quienes participaron en sus muertes se les facilita la impunidad y la llegada al poder.
Quienes votaron el domingo 2 de octubre no fueron solamente los que procuraban la llegada de la paz en dos de sus versiones, la oficial negociada en La Habana por el presidente Santos y la alterna, también paz pero justa, voceada con iracundia y en ráfagas emocionales por los ex presidentes Uribe y Pastrana. En realidad, ese día votaron muchos aunque estaban en ausencia. 
Porque el domingo 2 de octubre votó también, y esa sí fue la sorpresa, ese silencio tan colombiano, tan íntimo y tan guardado, tan llevado en luto y sin perdones que nace y vive en quienes han sido víctimas de una descarada violencia durante tantos años y que, por desgracia, no estaba representado en la propuesta colocada sobre la mesa de negociaciones en La Habana, casualmente en la capital de una revolución decrépita que sembró millares de cadáveres de jóvenes latinoamericanos por todo el continente. 
Al escoger La Habana para negociar se empezó por el final, valga decir, por los grandes promotores de la violencia en América Latina, por los que convirtieron los sueños de una sociedad y un hombre nuevo en una plataforma para implantar una sociedad vieja y un hombre moribundo. 
Por ello no resultó difícil para Colombia identificar a los que nada nuevo traían en sus morrales que no fuera lo ya padecido por tantos años. Violencia, muerte, secuestros, extorsiones y ruina de los campesinos y los dueños de pequeñas fincas, que hoy pernoctan en las ciudades mientras esperan recuperar su orgullo y su vida tan zarandeada por la guerra.
Nada divide más a una guerrilla que la paz, nada los espanta más que sentirse obligados a democratizarse y, desde luego, nada los aterra más que poner en peligro los privilegios obtenidos por las armas y por la riqueza proveniente de los secuestros, la extorsión y, por si fuera poco, por el negocio más lucrativo de este siglo, el narcotráfico.  
Colombia necesita la paz, pero no a cualquier precio. Falta trabajarla más, buscarla con mayor empeño entre la gente común que se resiste a comprar una mercancía de cuya calidad desconfía. 

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