ALFREDO YÁNEZ M.| EL UNIVERSAL
lunes 28 de abril de 2014 12:00 AM
La protesta contra el pueblo, contra el gentilicio, contra el ejercicio de la democracia, contra la posibilidad de ser República -en cuanto a la separación real y efectiva de los Poderes del Estado- que acaban de realizar unos magistrados, fue hecha sin permiso popular; y valga decir que no les alcanzarán los días de su vida para pedir perdón.
En una demostración impresionante de manipulación leguleya, atribuyéndose facultades inexistentes, unos cuidadores de cargos, genuflexos en su sumisión, pretenden cerrar la mínima válvula de escape que existe en el país de la exclusión y el sectarismo.
Con una sentencia rebuscada, los hombres encargados de defender la justicia en Venezuela intentan desconocer el descontento popular.
¿Qué van a hacer con las colas que se hacen frente a los expendios de gas doméstico? ¿Qué harán con quienes esperan por la llegada de la leche, el arroz, el café, el azúcar o la harina precocida? ¿Cómo categorizarán la indignación en los hospitales sin insumos, o la creciente muestra de dolor en las morgues por causa de la inseguridad? ¿Abrirán oficinas de tramitación de permisos de manifestaciones por la falta de cumplimiento en la asignación de las casas prometidas?
Tensan la cuerda hasta el máximo, en un ejercicio ocioso de provocación. Se vuelven a esconder tras las rejas -ahora supuestamente legales- como hace unos años cuando destruyeron la obra arquitectónica del majestuoso edificio que los cobija.
El mismo Hugo Chávez les dijo de qué va eso de la protesta pacífica y los requisitos -hechos argumento- para que se desarrollara y las autoridades actuaran en consecuencia. Pero ni eso. Solo son leales a la putrefacción de sus conciencias.
Nada pasa por casualidad y a estas alturas los venezolanos tienen muy claro cuándo y a quién pedirle permiso para pronunciarse. Muchos salieron corriendo a confiar en un golpista fracasado y ahora andan llorando por las esquinas, pidiendo perdón.
En una demostración impresionante de manipulación leguleya, atribuyéndose facultades inexistentes, unos cuidadores de cargos, genuflexos en su sumisión, pretenden cerrar la mínima válvula de escape que existe en el país de la exclusión y el sectarismo.
Con una sentencia rebuscada, los hombres encargados de defender la justicia en Venezuela intentan desconocer el descontento popular.
¿Qué van a hacer con las colas que se hacen frente a los expendios de gas doméstico? ¿Qué harán con quienes esperan por la llegada de la leche, el arroz, el café, el azúcar o la harina precocida? ¿Cómo categorizarán la indignación en los hospitales sin insumos, o la creciente muestra de dolor en las morgues por causa de la inseguridad? ¿Abrirán oficinas de tramitación de permisos de manifestaciones por la falta de cumplimiento en la asignación de las casas prometidas?
Tensan la cuerda hasta el máximo, en un ejercicio ocioso de provocación. Se vuelven a esconder tras las rejas -ahora supuestamente legales- como hace unos años cuando destruyeron la obra arquitectónica del majestuoso edificio que los cobija.
El mismo Hugo Chávez les dijo de qué va eso de la protesta pacífica y los requisitos -hechos argumento- para que se desarrollara y las autoridades actuaran en consecuencia. Pero ni eso. Solo son leales a la putrefacción de sus conciencias.
Nada pasa por casualidad y a estas alturas los venezolanos tienen muy claro cuándo y a quién pedirle permiso para pronunciarse. Muchos salieron corriendo a confiar en un golpista fracasado y ahora andan llorando por las esquinas, pidiendo perdón.
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