¿Cómo explicas lo que sientes cuando el verdugo encaja su puñal en tu dignidad y tú sabes que él sabe que en el corazón te duele menos?
¿Cómo describir la furia de tu humillación si se retuerce en algún lugar de tu cuerpo la imperiosa seguridad de que esa dignidad herida no va a sucumbir ante el tirano?
¿Cómo vivir en un país sometido a sobrevivir con las pesadas alforjas de la tragedia común y las propias cada vez más apremiantes?
Vengo de una familia que ha sufrido cárceles y exilios durante tres generaciones y pensé haber heredado el estómago para afrontar lo que estamos viviendo en Venezuela. Pero estaba equivocada, no lo tengo.
Y es que he visto mucho. He visto las secuelas de las palizas horribles a la dignidad de amigos presos, las cicatrices físicas y psicológicas de una amiga violada en la cárcel; he recibido en mi casa a presos políticos que lograron escaparse, he escuchado testimonios desgarradores de mujeres a quienes han torturado solo por expresar lo que piensan, los de una madre que a fuerza de golpes recibidos abortó en una cola esperando comida.
Fuerza bruta, mal del bueno, totalitarismo abnegado a las órdenes del pran de turno.
Un horror sobre otro, una tragedia sobre otra; los venezolanos ya no tenemos piel sino milhojas de penas cubriéndonos la carne viva.
Me dirán algunos que no hay nada nuevo, que eso ha sucedido en otras dictaduras… En otras dictaduras, exactamente. Pero esta, la que nos ha tocado vivir sigue teniendo el silencio cómplice de muchos dentro y fuera de nuestros hogares; dentro y fuera de nuestro país; dentro y fuera de nuestro continente.
Pensé que ya había visto el mal de frente, que lo había escuchado todo y he escrito sobre ello. Pero estaba equivocada. Saber que mi hermano está preso por informar sobre el cacerolazo de Villa Rosa, humillado, ruleteado por varias cárceles del país, con el pelo rapado, uniformado como un preso común y a la orden de un gobierno que no atiende razón ni justicia, ni moral sino a la burda venganza contra quienes se atreven a disentir, es algo que nunca había sentido.
Es como si me chupara una fuerza gigantesca desde el estómago, que me mantiene en vilo y no puedo dormir… Nunca había entendido mejor la frase “hasta que el sueño me venció”. Así es, solo cuando el sueño vence para dar paso al descanso se me quita esta sensación de asco que tanta veces he sentido, pero ahora es mi hermano, mi compañero de vientre.
Pero no puedo descansar: me despierto una y otra vez en la noche pensando si a Braulio lo habrá vencido el sueño también, o si estará insomne, ¿dónde está? ¿Cómo duerme? ¿Tendrá colchoneta o cama de cemento? ¿Agua? ¿Letrina? ¿Cuáles son sus angustias? ¿Cuáles son sus temores? ¿Qué siente encerrado en una cárcel en solitario? ¿Qué sintió cuando se dio cuenta de que lo había interceptado el Sebin el 3 de septiembre en su carro camino a su programa de radio? ¿Qué le pasó por la mente? ¿Qué está pensando hoy? No puedo saberlo porque las visitas familiares le están prohibidas.
Soy un reflejo de la Venezuela de hoy, esa que siente esta mezcla de tristeza, rabia y frustración, pero que se niega a que la humillen pues su dignidad va primero. Esa Venezuela tiene un anhelo impostergable: ¡La libertad! Nos sale de los pulmones, del alma, decir: ¡Libertad para Venezuela, la Venezuela digna está harta! Saldremos pronto de esta oscuridad.
¡Fuerza para Braulio y luz para Venezuela!
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