Editorial El Nacional
La inmunidad parlamentaria es una garantía concedida a los representantes del pueblo para que hagan su trabajo sin cortapisas. Debido a que su autoridad proviene de la soberanía popular, las leyes deben impedir que el trabajo dependiente de una fuente indiscutible de autoridad se desarrolle en medio de escollos que la interrumpan o anulen.
Como voceros de la sociedad, los diputados gozan de un fuero especial que les permite involucrarse en asuntos que son más arduos para la ciudadanía de a pie y hablar sin el freno que habitualmente detiene las palabras del común.
Por consiguiente, no se puede impedir que los voceros del pueblo realicen la actividad para la que fueron elegidos y mucho menos evitar que se expresen con toda libertad. La excepción no significa impunidad, debido a que existen mecanismos establecidos para la eliminación de ese tipo de fueros en caso de que se incurra en faltas penadas por las leyes. Si se puede probar que son
ladrones, o prevaricadores, deben ser llevados a los tribunales para que la justicia se ejerza.
ladrones, o prevaricadores, deben ser llevados a los tribunales para que la justicia se ejerza.
Esa es la teoría. Así funcionan las cosas en las repúblicas democráticas, ajustadas a un sistema de frenos y contrapesos que determina la autonomía de los poderes públicos, sin que ninguno avasalle al otro. Pero la teoría no funciona en la república bolivariana, o se pretende que solo funcione cuando a ellos les conviene.
El procedimiento que ahora inician ante el TSJ, es decir, ante una instancia dependiente de los caprichos del mandón de Miraflores y de sus secuaces, para que determine los límites del fuero parlamentario, puede desembocar en un golpe artero e ilegítimo contra la voz del soberano expresada a través de los políticos que escogió para que lo representaran.
El ataque se dirige contra el presidente de la Asamblea Nacional. ¿Por qué? Porque dice lo que considera conveniente, como ciudadano y como diputado ocupado de su oficio. Si no se atiene a las reglas de la urbanidad tal vez no debamos aclamarlo, hay gentes atildadas que prefieren estilos más modosos, pero sus frases fuertes o menos fuertes se ajustan a la calidad de su representación y se amparan en las regulaciones vigentes.
Lo curioso del asunto radica en el hecho de que es atacado por aquellos cuyo desenfreno a la hora de desembuchar vocablos ofensivos se ha hecho proverbial desde los tiempos de los discursos de Chávez, colmados de frases feroces y procaces contra buena parte de la ciudadanía. Los aficionados a la vulgaridad ahora se convierten en santurrones y claman por el comedimiento que convierten en guiñapo cuando se ponen frente a un micrófono.
La canciller insulta al prójimo cuando está de malas pulgas, es decir, casi siempre; el diputado Cabello hace de cada uno de sus discursos un desmán escandaloso y la prenda de una prepotencia sin control; Maduro no se caracteriza por la templanza de sus expresiones, sino por un desbocamiento infinito; pero el presidente de la Asamblea Nacional debe guardar la lengua porque le falta el respeto a la sociedad.
Su lengua está ahora en las manos del TSJ, para que la vuelva tasajo si mandan los burócratas rojos rojitos. No solo su lengua, sino el fuero que el pueblo le concedió al elegirlo como su representante.
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