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ALVARO URIBE
Fecha: 20 de Febrero de 2014
Declarar empate en Venezuela es como mandar condolencias al asesino por las molestias que en su agonía le causó la víctima.
Lo que pasa en Venezuela tenía que llegar y llegó, así sea que todavía falte lo peor. Por desgracia.
El castrochavismo será recordado como autor de un milagro económico a la
inversa, de los que se registran tan pocos en el devenir de los
pueblos. Convertir en país miserable el más rico de América no es hazaña
de todos los días. Habiendo tanta pobreza en tantas partes, en pocas
tiene que pelear la gente, a dentelladas, por una bolsa de leche, por
una libra de harina o por un pedazo de carne.
Convertir en despojos una de las más organizadas, pujantes y serias
empresas petroleras del mundo no es cualquier tontería. Llevar a la
insolvencia una nación ante las líneas aéreas, los proveedores
comerciales y los que suministran material quirúrgico y hospitalario no
es cosa que se vea cualquier día. Y arruinar al tiempo el campo y la
industria, el comercio y los servicios, la generación eléctrica, la
ingeniería, la banca y las comunicaciones es tarea muy dura, cuando se
recuerda que la sufre el país que tiene las mayores reservas petroleras
del mundo.
En esa frenética carrera hacia el desastre, el gobierno castrochavista
tuvo que proceder a la eliminación paulatina de todas las libertades, al
sacrificio del pensamiento y la conciencia, a la ruina de las
instituciones, del periodismo, de los partidos, de la universidad, de
los gremios, de los sindicatos.
Pues todo se ha cumplido tras el designio implacable de los ancianos
inspiradores del sistema, Fidel y Raúl Castro, que una vez más han
demostrado su audacia, su carencia total de consideración y respeto por
los valores más caros de la especie humana, pero también su falta
absoluta de talento. Llevar a Venezuela a la ruina total es matar su
propia fuente de subsistencia. Y es lo que han hecho, moviendo los
resortes del fanatismo más imbécil, de los odios más cerriles, de los
desquites más torpes.
Nicolás Maduro tiene la inteligencia y el tacto político que exhibe en
cualquiera de sus discursos. Pero al fin de cuentas es un pobre rehén de
los intereses inconfesables de la clase corrupta que ha llevado a
Venezuela a su perdición. Si ese títere fuera libre, hasta de sus
menguadas condiciones de estadista pudiera esperarse algún acto de
rectificación, algún gesto de apaciguamiento, alguna voluntad de
comprender el desastre y de corregirlo. Pero Maduro es el primer esclavo
de las pasiones atroces que dominan en Venezuela. Los saqueadores de
esa gran nación no están dispuestos a que nadie ensaye el menor examen
de su conducta. En los antros del delito se pierde todo, empezando por
el pudor.
El régimen de Venezuela se va a caer, porque se tiene que caer. No
podría subsistir sino amordazando totalmente al pueblo, imponiendo
cartillas de racionamiento, levantando un paredón, como el del Che
Guevara en La Cabaña. Y no están dadas las condiciones para que el mundo
soporte estas afrentas. Con una Cuba le basta a América.
El pueblo está en las calles, dispuesto a hacerse matar. Y lo están
matando. La juventud estudiantil, que sabe cerrados los caminos del
porvenir, le apuesta a cualquier cosa, menos al continuismo cobarde. Los
empresarios lo perdieron todo hace rato. No tienen cuentas para hacer. Y
los paniaguados del sistema ven con horror que el sistema ya no tiene
mercados para comprar sus conciencias.
Y ante esta catástrofe, el presidente Santos no ofrece más que su
silencio perplejo. Porque, si sigue ofendiendo a ese pueblo, tendrá un
enemigo formidable. Y si ofende a Maduro, se le cae el proceso de paz.
Esa es la consecuencia del primero de sus actos torpes, el de tomar por
nuevo mejor amigo a un tirano despreciable. Y el de montar un proceso
que llama de paz sobre los hombros caducos de unos patriarcas en su
ocaso.
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