ARMANDO
DURÁN.
Hace pocos días, varios tuiteros
arremetieron contra mi columna del lunes pasado, “Hacia la simulación del 6 de
diciembre.” No es esta la primera vez que algunos escribidores de 140
caracteres se rasgan las vestiduras, indignados a más no poder por mi
insistencia en denunciar las maniobras antidemocráticas del régimen. Según
escribió uno de ellos, porque no entienden qué tengo en la cabeza para actuar
como si fuera un monje budista, muy pasado de moda, dice, que se prende fuego
en señal de protesta. En otras palabras, que soy idiota o estoy loco.
Si menciono ahora estos agresivos
y anónimos mensajes inquisitoriales, es porque esos textos reflejan un curioso
modo de asumir e interpretar la realidad política del país. Y porque soy yo
quien no entiende cómo ni por qué, mientras Nicolás Maduro y sus lugartenientes
ponen implacablemente de manifiesto, cada día con mayor claridad y
contundencia, que no son demócratas ni nada que se les parezca, y que contra
viento y marea actúan resueltos a llevar hasta el final del camino su perverso
proyecto de reducir Venezuela a escombros para construir sobre sus cenizas los
fundamentos de una patria diferente a la que hemos conocido, totalitaria,
oscura y silenciosa, algunos dirigentes de la oposición prefieren engatusar una
vez más a la población opositora con el infeliz cuento de los pajaritos
preñados. “Creo en Dios y en el voto”, sostenía el martes pasado, con certeza
ciega, una tuitera desconocida.
Es decir, que a pesar de todos
los pesares, ciertos dirigentes partidistas, sin serlo, se creen líderes, hacen
como si en Venezuela no pasa ni hubiera pasado nada durante los últimos 15
años, afirman que sólo tenemos un déficit perfectamente remediable de
democracia si acudimos a las urnas de diciembre y anuncian a tambor batiente
que como al fin ahora sí somos mayoría, vamos a ganar esas elecciones y
entonces, a fuerza de manos alzadas en la Asamblea Nacional, grandes discursos
y leyes portentosas meteremos al gobierno en cintura y lo cambiaremos todo a
corto plazo. Y si en esta ocasión tampoco lo logramos, tal como se conformaba
hace un par de semanas el ex dirigente estudiantil Stalin González, tranquilos,
en 2019 habrá elecciones presidenciales.
No obstante, la cruda realidad es
otra: la crisis, valga decir, el derrumbe político, moral, económico y social
de la nación, la hiperinflación asfixiante, la escasez como política de Estado,
la inseguridad que diezma sin piedad a la población, la carrera del bolívar
hacia su desvanecimiento total y la más opresiva y agotadora hegemonía
comunicacional, es lo que tenemos. Todo ello como recursos implacables para
impedir que la “derecha”, o sea la oposición, gobierne de nuevo en Venezuela.
Los psicólogos sociales, los
antropólogos y los historiadores tienen ante sí la tarea de investigar y
explicar por qué la sociedad venezolana prefiere no ver lo que está a la vista,
por qué trata tercamente de evadir esa realidad y, sobre todo, por qué opta por
aferrarse a las pocas y banales ilusiones que le ofrece el régimen a sus
adversarios políticos desde 1999 con la finalidad de alimentar el espejismo de
vivir en democracia. De ahí que rechacen con feroz hostilidad cualquier
palabra, gesto o acción que perturbe lo que el régimen califica de normalidad
democrática. Como si los enemigos a vencer no fueran los autócratas que
encabezan el gobierno y someten a los ciudadanos a todos los desmanes y
humillaciones del menú de opciones totalitarias, sino quienes de veras se
oponen a ellos. Y como si en efecto, aquí, en la Venezuela bolivariana,
chavista, socialista, antiimperialista y, sobre todo antidemocrática, todos
debemos entregarnos, con entusiasmo juvenil, a la misión de construir un mundo
al revés, a la manera del inadmisible modelo cubano.
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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