EDITORIAL EL
NACIONAL
Serguéi Pávlovich Diáguilev es
nombre harto conocido entre los amantes del ballet; fue el hombre que deslumbró
a Europa con su troupe de bailarines rusos, entre ellos nada menos que Anna
Pávlova y Vaslav Nijinski, y se rodeó de músicos de la talla de Claude Debussy,
Erik Satie, Richard Strauss y Manuel de Falla, sin contar a sus
coterráneos Serguéi Prokófiev e Igor Stravisnski.
Quiso también internacionalizar su plantilla de danzarines y se propuso contratar a Diana Gould, prometedora bailarina británica que terminó siendo la segunda esposa del famoso violinista Yehudi Menuhin, pero, desgraciadamente, el empresario del espectáculo murió antes de que ella pudiera incorporarse a la compañía.
La anécdota inspiró una célebre película con algo más que el nombre de un famoso cuento de Hans Christian Andersen: Las zapatillas rojas, una cinta cuyas incidencias no vienen a cuento, pues a los fines editoriales interesa solo el color del calzado.
Y es que viendo el aspaventoso anuncio de Maduro en relación con una burda imitación de los zapatos deportivos Converse, que llamó "botas de Chávez", contrastamos de inmediato la ordinariez implícita en el lanzamiento de esos "pisos" electoreros con las sutilezas que evoca la obra aludida.
"Aquí están las botas, miren, aquí están las botas de Chávez, las botas del socialismo bolivariano de la juventud", gritó Maduro ante partidarios sin nada mejor que hacer que perder tiempo en un encuentro televisado que daba pena, tanta que no lo encadenaron.
Buscando votos con esas botas, Maduro se ha convertido una vez más en blanco de chacotas, guasas e ironías más que merecidas porque, verdaderamente, es poco serio que, en medio del despelote fronterizo que continúa atizado con la leña de la excepción y la emergencia y de sus fracasos por adelantado de una diplomacia petrolera aplicada a la búsqueda desesperada de cobres para satisfacer el proselitismo clientelar, este hombre se empeñe en minucias propagandísticas para huir hacia delante de un traspiés comicial más grave de lo que esperan los presagios más sombríos.
Botas y tutús rojitos proliferan en el onírico delirio del guerrero económico que, con música acaso de Alí Primera, se ve a sí mismo como primera figura de un cacofónico ballet a base del ¡uh, ah!, que ya ni siquiera él mismo se atreve a entonar.
Botas y no votos quieren él y la cúpula castro-chavista; por eso busca simpatías en jóvenes que no serán hombres nuevos, pero calzarán rojo reencauchado. Ojalá esas zapatillas no estén, como las del cuento, estigmatizadas con una maldición que condena, a quien las use, a bailar sin parar hasta desfallecer.
Ojalá tampoco le suceda a quienes se atrevan a lucir esas chimbas falsificaciones como al protagonista de El hombre del zapato rojo y los confundan -aunque sean patriotas cooperantes- con espías o agentes provocadores. Botas rojas con el logotipo del PSUV y el nombre de Hugo Chávez, una iniciativa madurista para igualar a la juventud por los pies y a las patadas.
Quiso también internacionalizar su plantilla de danzarines y se propuso contratar a Diana Gould, prometedora bailarina británica que terminó siendo la segunda esposa del famoso violinista Yehudi Menuhin, pero, desgraciadamente, el empresario del espectáculo murió antes de que ella pudiera incorporarse a la compañía.
La anécdota inspiró una célebre película con algo más que el nombre de un famoso cuento de Hans Christian Andersen: Las zapatillas rojas, una cinta cuyas incidencias no vienen a cuento, pues a los fines editoriales interesa solo el color del calzado.
Y es que viendo el aspaventoso anuncio de Maduro en relación con una burda imitación de los zapatos deportivos Converse, que llamó "botas de Chávez", contrastamos de inmediato la ordinariez implícita en el lanzamiento de esos "pisos" electoreros con las sutilezas que evoca la obra aludida.
"Aquí están las botas, miren, aquí están las botas de Chávez, las botas del socialismo bolivariano de la juventud", gritó Maduro ante partidarios sin nada mejor que hacer que perder tiempo en un encuentro televisado que daba pena, tanta que no lo encadenaron.
Buscando votos con esas botas, Maduro se ha convertido una vez más en blanco de chacotas, guasas e ironías más que merecidas porque, verdaderamente, es poco serio que, en medio del despelote fronterizo que continúa atizado con la leña de la excepción y la emergencia y de sus fracasos por adelantado de una diplomacia petrolera aplicada a la búsqueda desesperada de cobres para satisfacer el proselitismo clientelar, este hombre se empeñe en minucias propagandísticas para huir hacia delante de un traspiés comicial más grave de lo que esperan los presagios más sombríos.
Botas y tutús rojitos proliferan en el onírico delirio del guerrero económico que, con música acaso de Alí Primera, se ve a sí mismo como primera figura de un cacofónico ballet a base del ¡uh, ah!, que ya ni siquiera él mismo se atreve a entonar.
Botas y no votos quieren él y la cúpula castro-chavista; por eso busca simpatías en jóvenes que no serán hombres nuevos, pero calzarán rojo reencauchado. Ojalá esas zapatillas no estén, como las del cuento, estigmatizadas con una maldición que condena, a quien las use, a bailar sin parar hasta desfallecer.
Ojalá tampoco le suceda a quienes se atrevan a lucir esas chimbas falsificaciones como al protagonista de El hombre del zapato rojo y los confundan -aunque sean patriotas cooperantes- con espías o agentes provocadores. Botas rojas con el logotipo del PSUV y el nombre de Hugo Chávez, una iniciativa madurista para igualar a la juventud por los pies y a las patadas.
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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