Se sabe que para venir a Caracas
el escritor valerano Adriano González León se vio obligado a dejar atrás alguna
neblina de ciertas tardes y unos páramos cercanos donde crece la hierba de la
eternidad. Hay una niebla en el páramo que llega a ser casi tangible porque en
las alturas, al unirse el agua y el aire, se produce un velo que dificulta los
avances y hay que encender los faros de los automóviles para descifrar las
vueltas y revueltas del empinado camino de las montañas y el “¡mío...mío...!
del asmático motor del camión pujando por llegar a la cuesta.
En realidad, la niebla es una
nube muy baja que dificulta la visión según la concentración de las gotas que
la forman pero resulta terrorífico, por ejemplo, cruzar de noche, en auto, el
páramo de La Negra cerca de Bailadores, porque es mantenerse uno hundido en una
espesura que anuncia a cada paso un peligro inminente.
Miguel de Unamuno creó a Augusto,
un personaje de la novela Niebla, un texto hecho de nada con un
personaje que parece ser un ente dudoso y nebuloso, como la niebla misma. Sin
embargo, Augusto se rebela, visita en la novela a Unamuno en Salamanca y lo increpa.
Al final no queda claro si Unamuno, molesto u ofendido, termina condenando a
muerte a su personaje. (Es el momento de divulgar que la gata de Marisa
Iturriza, la esposa de Perán Erminy, se llama... ¡Unamuna!).
Pero hay otra forma de niebla que
al ser confusión y oscuridad impide percibir y apreciar debidamente las cosas y
los negocios. En Venezuela, los rayos del Sol caen de manera perpendicular
sobre la Tierra, caen verticalmente sobre el trópico. Se supone que hay luz
intensa durante el día y, sin embargo, es tal la oscuridad y confusión
generadas por la ineficacia de la dictadura militar que pareciéramos vivir y
caminar peligrosamente en medio de la niebla que dejó Adriano en las cercanías
de sus páramos trujillanos cuando emprendió, siendo muchacho, el camino hacia
la luz que entonces iluminaba al país.
El hastío que se ha apoderado de
los venezolanos, la aplastante mediocridad que desde hace quince años abrió las
puertas de los cuarteles para que los militares ocuparan cargos administrativos
de responsabilidad sin tener preparación alguna para ejercerlos, han expulsado
toda noción de bienestar público y han instalado en el país una vida opaca, sin
alegría de vivir, una niebla como única mirada: la dolorosa ausencia de los
sosiegos del alma. Es como si la calina, esas partículas de vapor de agua con
rastros de sales procedentes de las aguas marinas y, en muchos casos, por el
humo y cenizas de los incendios, se extendiera y abarcara toda la geografía
venezolana evidenciando las carencias, los sacrificios que debemos padecer, las
indignidades, las trampas y mentiras, la justicia en manos de la satrapía, los
castigos, las ofensas: algunas conductas oficiales que parecen copias al carbón
de las practicadas por el nazismo como las de pretender marcar con un número el
brazo de los consumidores o dejar la huella digital de ambos pulgares cada vez
que compramos una lechuga o dispersar y ultrajar a las familias colombianas; la
vesania de una fiscalía cegada por la propia niebla que ha levantado ella misma
a su alrededor mientras trajinan los narcos en la mayor impunidad y florecen
las variadas flores venenosas de la corrupción regadas y abonadas con
particular afecto y abundancia.
¡El país bolivariano es un asco!
Pero me protejo de él manteniendo intacta en mi memoria y en mi corazón aquella
niebla del riachuelo con la que en 1937 Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo
me amarraron al recuerdo. Sé que hay un turbio fondeadero donde van a recalar
barcos que en el muelle para siempre han de quedar. Sé de barcos carboneros que
jamás han de zarpar, pero esa niebla protectora del riachuelo y la de Adriano
en los páramos trujillanos donde crece la hierba de la eternidad aún me siguen
esperando.
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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