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La crisis migratoria que envuelve a Europa y gran parte de Medio
Oriente es uno de los peores desastres humanitarios desde la década de
1940. Millones de personas desesperadas están en movimiento: refugiados
sunitas expulsados por la barbarie del régimen de Assad en Siria,
cristianos y yazidis que huyen de la pornográfica violencia del Estado
Islámico, millones más de todas las creencias y religiones que huyen de
una pobreza y opresión interminable. Los padres están confiando sus
vidas y las vidas de sus hijos a criminales sin escrúpulos que les hacen
cruzar el Mediterráneo en pequeñas y desvencijadas embarcaciones;
profesionales y empresarios están renunciando a sus medios de vida e
inversiones; agricultores están abandonando sus tierras; y desde el
norte de África a Siria, enfermos y ancianos andan por los caminos,
llevando consigo unas pocas y preciadas pertenencias.
Esta es la
primera crisis migratoria del siglo 21, pero es poco probable que sea la
última. El auge de las políticas de identidad en todo el Medio Oriente y
gran parte de África subsahariana está dando lugar a oleadas de
violencia como las que destrozaron a los Balcanes y al Imperio Otomano
en los siglos XIX y XX. Los odios y rivalidades que impulsan a
comunidades en peligro de extinción al exilio y la destrucción tienen
una larga historia. Es probable que también tengan un largo futuro.
Lo
que estamos presenciando es una crisis de dos civilizaciones: el Medio
Oriente y Europa se enfrentan a profundos problemas culturales y
políticos que no pueden resolver. La intersección de sus fracasos y
limitaciones ha hecho que esta crisis sea mucho más destructiva y
peligrosa de lo que debería haber sido, incubando el riesgo de una
espiral de mayor inestabilidad y violencia.
La crisis de Medio
Oriente tiene que ver con mucho más que con el resquebrajamiento del
orden en Siria y Libia o con los odios sectarios y étnicos que alimentan
una serie de guerras desde Pakistán hasta el norte de África. En el
fondo, son las consecuencias del fracaso de toda una civilización para
superar o acomodarse a las fuerzas de la modernidad. Cien años después
de la caída del Imperio Otomano y 50 años después de la retirada
francesa de Argelia, Medio Oriente no ha podido construir economías que
permitan a su población vivir con dignidad, ni ha podido construir
instituciones políticas modernas ni labrar el lugar de honor y respeto
en los asuntos mundiales al que sus pueblos aspiran.
No vamos a
repetir aquí los múltiples fracasos acumulados desde que la derrota del
Imperio Otomano por Gran Bretaña liberó a los árabes de cientos de años
de dominio turco. Pero vale la pena señalar que en todo ese tiempo el
mundo árabe intentó poner en práctica una serie de ideologías y formas
de gobierno, ninguna de las cuales funcionó. El nacionalismo liberal de
principios del siglo XX fracasó, al igual que el nacionalismo socialista
de Gamal Abdel Nasser y sus contemporáneos. El autoritarismo árabe también fracasó: compárese la economía que Lee Kwan Yew construyó en un Singapur carente de recursos naturales con el legado de los Assad en Siria o de Saddam Hussein en Irak.
Hoy
estamos asistiendo al fracaso del islamismo. Desde la Hermandad
Musulmana al Estado Islámico, los movimientos islamistas no han tenido
más éxito en la curación de los males de la civilización árabe que los
movimientos seculares del pasado. Peor aún, el fanatismo y la brutal
violencia nihilista de grupos como el Estado Islámico desprestigian
también a las versiones más moderadas de la espiritualidad y el
pensamiento islámicos.
Los turcos y los iraníes han tenido más
éxito económico e institucional que los árabes, pero en Turquía y el
Irán de hoy, el panorama es desolador.
Al mismo tiempo, las
creencias y prácticas tradicionales de la región están siendo puestas a
prueba por valores foráneos. A través de todo el mundo islámico, las
mujeres están tratando de dar forma a ideas teológicas y sociales que
reflejen mejor su propia experiencia. La ciencia moderna y la crítica
histórica y textual plantean a la piedad islámica tradicional muchas de
las preguntas que la ciencia del siglo XIX y la crítica bíblica
plantearon al cristianismo. Los jóvenes siguen expuestos a información,
relatos e imágenes que son difíciles de conciliar con las incuestionadas
tradiciones con las que fueron criados.
En Europa y Occidente,
la crisis es más tranquila pero no menos profunda. La Europa de hoy a
menudo no parece saber adónde va ni cuál es el objetivo de la
civilización occidental, o incluso si ésta puede o debe ser defendida.
Cada vez más, la versión contemporánea del liberalismo de la Ilustración
se ve a sí mismo como radicalmente opuesto a los fundamentos
religiosos, políticos y económicos de la sociedad occidental. Valores
liberales como la libertad de expresión, la autodeterminación individual
y una amplia gama de derechos humanos se han convertido en la mente de
muchos en algo independiente del contexto institucional y civilizatorio
que les dio forma.
El capitalismo, el motor social sin el cual ni
Europa ni EE.UU. tendrían la riqueza o la fuerza necesarias como para
entregarse a los valores liberales con alguna esperanza de éxito, es a
menudo visto como un sistema cruel y anti-humano que está llevando al
mundo a una catástrofe climática maltusiana. La fuerza militar, sin la
cual los Estados liberales serían abrumados por sus adversarios, es
vista con recelo en EE.UU. y con aborrecimiento en gran parte de Europa.
Demasiada gente en Occidente interpreta el pluralismo y la tolerancia
de una manera inhibe la defensa activa de esos valores contra las
amenazas de estados iliberales como Rusia o de movimientos antiliberales
como el Islam radical.
El enfoque que Europa ha dado a la crisis
migratoria pone estas limitaciones de relieve. La burocracia de la
Unión Europea en Bruselas ha concebido un conjunto de doctrinas legales
en términos de derechos absolutos y ha tratado de construir sobre dichas
doctrinas su política. Inspirándose en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de 1948 y otros ambiciosos tratados y declaraciones, la
UE sostiene que quienes solicitan asilo tienen un derecho humano
absoluto al mismo. Los burócratas europeos tienden a ver esto como una
cuestión jurídica, no política, y esperan que las autoridades políticas
pongan en práctica este mandato legal sin discusiones ni restricciones.
En
muchos aspectos, este es un enfoque encomiable y honorable. Los
europeos están obsesionados, y con razón, porque no se repita lo que
ocurrió en la década de 1930, cuando los refugiados de la Alemania de Hitler
a menudo no pudieron encontrar adónde ir. Pero las solemnes intenciones
de “hacer lo correcto” no siempre conducen a una política correcta.
En
Europa oriental y central, simplemente no existen las condiciones
sociales y económicas para absorber la migración masiva de Medio
Oriente. Los estados nacionales relativamente homogéneos desde el punto
de vista étnico de aquella región son resultado de una historia marcada
por múltiples guerras, limpieza étnica y genocidio. La independencia y
seguridad de estos países es aún frágil, y la mayoría de sus ciudadanos
todavía cree que el papel del Estado es proteger el bienestar de su
propio grupo étnico y expresar sus valores culturales.
Las
sociedades más grandes, más seguras de sí mismas y más ricas del oeste y
el norte de Europa están mejor preparadas para hacer frente a la
inmigración. Pero las reglas que funcionan para Alemania y Suecia pueden
producir rechazos incontrolables en otras partes de Europa. Añádase a
esto las continuas crisis presupuestarias y del sistema de bienestar
social y el masivo desempleo juvenil en muchas economías de la zona
euro, y es fácil ver que la capacidad de Europa para absorber refugiados
tiene un techo.
El flujo de refugiados hacia Europa podría
además crecer muy fácilmente. En el corto plazo, los intentos de Europa
para dar la bienvenida y reasentar a los refugiados acelerará el arribo
de éstos. La noticia de que países ricos como Alemania están recibiendo
con sus brazos abiertos a los inmigrantes estimulará a muchos más a
emigrar. Jean-Claude Juncker, el presidente de la Comisión Europea, ha
pedido a los Estados miembros que acepten 160.000 migrantes a través de
un sistema de cuotas. ¿Cuál será la respuesta cuando el número de
migrantes supere ampliamente ese número?
La UE no alcanza a ver
que el problema de los refugiados y la política de asilo debe tener tres
componentes claramente distintos: el abrazo compasivo a quienes
necesitan ayuda; un esfuerzo sostenido para reducir el flujo migratorio
mediante la corrección o prevención de los problemas que lo generan; y
un régimen eficaz de control de fronteras que limite el número de
refugiados y migrantes que llegan a la UE.
Hay una segunda
dimensión a esta política que va en contra del sistema de creencias
europeo: el tema de la seguridad. La cuestión humanitaria de los
refugiados y de quienes buscan asilo no puede ser separado de la quiebra
de la política de seguridad occidental en Siria y Libia, y ésta no
puede desligarse de las dificultades de larga data que muchos estados
europeos tienen para adoptar una actitud responsable en el terreno de la
seguridad militar.
El sueño de una paz liberal y humanitaria,
compartido por el gobierno de Obama y la UE, no será alcanzable en el
mundo malévolo y complicado en el que vivimos. Y por cierto, no será
asequible tampoco con el tipo de políticas que son hoy favorecidas en
las capitales de ambos lados del Atlántico.
—Mead es
profesor de asuntos exteriores y humanidades en Bard College, un
distinguido académico de estrategia y habilidad política estaounidense
de la Hudson Institute y editor de American Interest. Sígalo en Twitter
en @wrmead.
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