Federico Vegas
Un día mi padre me regaló una frase que lo había ayudado a enfrentar los peores momentos:
—En caso de una guerra atómica, más importante que construir un refugio es saber como murió Sócrates.
Conocer la actitud del filósofo ante la muerte se aplica a todas las circunstancias de la vida. Nadie se salva del vivir, esa enfermedad incurable que se trasmite sexualmente, plena de episodios y límites en los que la última enseñanza de Sócrates se hace necesaria para sobrevivir con dignidad.
Sobre la tragedia venezolana va cayendo una bomba tras otra mientras todos parecemos buscar un refugio. Unos vuelven y otros se van, se escapan o se enconchan, se sensibilizan hasta aguarse o se blindan como rocas, se enfrentan o se pliegan mientras esperan esa suerte de implosión final que amenaza al cuerpo de la nación.
Pronto tendremos la oportunidad de comenzar a desactivar una maquinaria que se traga el tiempo que nos queda por vivir, para encontrar un refugio llamado Patria que, lejos de dividirnos, habrá de congregarnos. Son tantas las esperanzas que sofocan los deseos, tantas las evidencias de un cambio inevitable, que se confunden en un revolcadero ilegible, tan vertiginoso el hundimiento que resulta difícil creer en algo a lo cual puedas aferrarte. Tan cierto e inevitable es lo posible que parece imposible.
Recuerdo ahora una adivinanza de mi infancia: “Mientras más lejos más cerca, mientras más cerca más lejos”. La respuesta es la cerca. ¡Y cuán cerca y cuán lejos están las próximas elecciones!
¿Cómo enfrentar el reto de explicar un desastre inexplicable, una indignación que se acerca a la resignación? Polibio, el historiador griego, se preguntaba dos siglos antes de Cristo: “¿Quién puede ser tan indiferente y holgazán que no quiera saber cómo y con qué tipo de organización política los romanos dominaron en 53 años casi todo el mundo habitado?”
Nuestra gesta es de otra escala, pero también es inconcebible no sentir curiosidad sobre cómo y bajo qué sistema nuestro país pudo emprender con tanta saña la destrucción de sus riquezas espirituales y materiales, soportando un gobierno orgulloso de nuestra propia aniquilación.
Ahora que se acerca la cita en la que tanta vida y tantas vidas están en juego —una oportunidad que el mismo peso de la historia puede hacer zozobrar— cae otra bomba de tiempo sobre nuestra conciencia. El presidente de Venezuela se a dirigido la nación afirmando lo siguiente:
“Ustedes pónganse a rezar, oligarcas de la derecha, porque la revolución triunfe el 6 de diciembre. Pónganse a rezar, desde ya, para que haya paz, tranquilidad, y ustedes se quitan eso de encima, porque si no, nos vamos pa’ la calle. Y en la calle nosotros somos candela con burundanga. ¿Oyeron? Mejor estamos aquí tranquilitos, gobernando pa’l pueblo y todos felices: pensiones pa’ los viejitos, viviendas pa’l pueblo, educación pública y la revolución avanzando. ¿Verdad?… Fin del capítulo de terror… Perdonen”
La primera reacción es no darse por aludido, olvidar esas líneas como si fueran una fantasía que no nos concierne. Estamos hartos, saturados. He tratado varias veces de evitar el reflexionar sobre semejante amenaza, porque es como amarrarse a una esfinge de plomo que cae en el mar. Pero creo que hoy debemos exigirnos el trago amargo de leer con tranquilidad lo que fue dicho con tanta vehemencia. Pocas veces se ha descrito con mayor elocuencia y menos pudor en qué consiste el tipo de organización política que ha dominado el país y pretende hacerlo para siempre.
La pregunta que se hará quien lea esas líneas de Maduro es qué diablos está en juego el 6 de diciembre del 2015. Cuesta entender que se trata de elegir una asamblea de legisladores. Lo que origina una segunda pregunta: ¿por qué es tan importante este triunfo para Maduro?. La respuesta es que se trata de un sistema político que no se concibe como una alternativa y que sólo existe mientras sea capaz de ejercer un poder absoluto.
A continuación entendemos que Maduro le endilga la posibilidad del triunfo a los oligarcas de derecha, al presuponer que este grupo domina el porcentaje de votantes que llevaría a una mayoría de asambleístas opositores a la asamblea. Y luego le sugiere a este grupo, que sobrepasaría la mitad del país y necesariamente incluye a asambleístas y votantes, que se ponga a rezar para que haya paz, tranquilidad y así “se quitan eso de encima”. ¿En qué consiste esa paz, esa tranquilidad? En quitarse de encima el peso de participar en una asamblea y, por lo tanto, en el destino de Venezuela. Se trata pues de la paz de los sepulcros políticos, la tranquilidad de los indiferentes y holgazanes que ya no quieren saber con cuáles tretas los oprimen y aplastan. De lo contrario, anuncia Maduro, “nos vamos pa’ la calle. Y en la calle nosotros somos candela con burundanga”. Para quienes llegaron tarde, ir “pa’ la calle” significa abandonar todo marco jurídico e institucional al desatar fuerzas que actúen según sus pasiones.
¿Qué sentido tiene amenazar con soltar lo que ya anda suelto?
Dos armas son presentadas: la candela y la burundanga. La candela ejemplifica esas acciones de las que se conoce el principio pero no el final, el origen pero no las consecuencias. El fuego tiene sus propias leyes y esa pavorosa autonomía que se expande y se multiplica es la razón del miedo atávico que ante él sentimos.
¿Y qué es la burundanga? Uno cree que vive la vida y la vida lo vive a uno, uno cree elegir las palabras y las palabras lo eligen a uno. La palabra “burundanga” estaba buscando su lugar en el relato de nuestra entrada al siglo XXI y vino a encontrarla en los labios del presidente.
La burundanga, también conocida como “hierba loca”, contiene escopolamina, una droga altamente tóxica. Una sobredosis por escopolamina puede causar delirios, psicosis, parálisis y hasta la muerte, al actuar como un depresor de las terminaciones nerviosas y del cerebro. “Es antagonista de las sustancias que estimulan el sistema nervioso parasimpático” y causa “dilatación vesical con espasmo del esfínter y retención urinaria”.
¿Cómo explicar que el propio presidente defina el efecto en la calle de sus partidarios como una suerte de robotización, pérdida de la voluntad, sensación de ahogo, desorientación y una boca tan pastosa que no puedes expresar tus alucinaciones?
En el mejor de los casos, se trata de una metáfora desafortunada por su rigurosa cercanía con la verdad.
La alternativa que nos ofrece Maduro es dejar todo tal cual como está. Quedarnos “tranquilitos”. Que sigan gobernando los que nos gobiernan a base de “pensiones pa’ los viejitos” y “viviendas pa’l pueblo”, una descripción a grandes rasgos de un sistema populista que depende de crear dependencias.
Lo que más impresiona de esas líneas, que tienen tanto de epitafio, es el llamado a no participar en la historia del país, a congelarla, a dejarla tal como está. El presidente no está invitando a nada ni a nadie, ni siquiera a él mismo. Cuando levanta los brazos y gira la cabeza al decir “estamos aquí” nos está mostrando la cómoda inmutabilidad de su dispendioso refugio.
Sé bien que mis reflexiones no van a incidir en la política del país. Y cada vez me cuesta más enviar escritos a Prodavinci. Quisiera hablar sólo de mis deseos y proyectos, de lo que amo y disfruto. Pero esta vez se trata de divulgar, a dos semanas de las elecciones, el pensamiento de alguien que sí tiene mucha influencia. Las palabras del presidente Maduro deben ser escuchadas, leídas y releídas. La lectura siempre nos asoma a lo que no está dicho, a lo que se esconde tras los sonidos y las muecas, a lo que se desvanece en la brevedad de lo pronunciado con ceño intimidante.
Ningún político ha puesto sobre la mesa con mayor claridad por qué el 6 de diciembre debemos acudir a votar sin miedo al fuego, pero sí a la amnesia.
Es una paradoja que el único refugio que nos queda sean las urnas. El mismo presidente lo asoma cuando cierra su revelador discurso con tres epílogos que, si volvemos a escucharlo con atención, pueden resumir las dudas que lo carcomen, su conciencia de un final y la confesión de su culpa: “¿Verdad?… Fin del capítulo de terror… Perdonen”.
No comments:
Post a Comment