Wednesday, December 28, 2016

Mis héroes intelectuales (7): Henry Kissinger

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 Anibal Romero

28 DE DICIEMBRE DE 2016 12:37 AM
El libro que más me ha enseñado acerca de la política internacional en un marco de Estados soberanos es Un mundo restaurado, de Henry Kissinger (1923 - ). Esta obra de Kissinger, publicada inicialmente en 1957, puede leerse en varios planos: como una historia de la diplomacia durante las guerras napoleónicas, como un tratado sobre lo que significa un orden internacional legítimo, como un diagnóstico sobre el reto específico que un actor político revolucionario impone a los órdenes legítimos, como una semblanza de los grandes estadistas de la época, es decir, Metternich, Castlereagh y Talleyrand, como un análisis de la sustancia del conservatismo y como una discusión del arte de la diplomacia y de la tarea del estadista. Es también admisible leerla como un estudio de las analogías existentes entre los problemas que suscitó la política de Napoleón, que puso en jaque el orden europeo prevaleciente hasta la Revolución Francesa, y los en no escasa medida similares desafíos que planteó la expansión del comunismo luego de la Segunda Guerra Mundial, hasta el fin de la Unión Soviética.
De igual manera, este libro de Kissinger contiene un análisis comparado, aunque implícito, entre la naturaleza de los acuerdos de estabilidad logrados después de la derrota de Napoleón, en el Congreso de Viena (1815-1816), y los arreglos inestables y eventualmente fracasados que se plasmaron en el Tratado de Versalles (1919), impuesto sobre Alemania luego del fin de la Primera Guerra Mundial. Por último, podemos leer Un mundo restaurado con el propósito de elucidar con mayor acierto algunas de las situaciones que hoy empiezan a evolucionar ante nuestros atónitos ojos, transformando con inusitada rapidez el panorama global.
Como puede con facilidad captarse, Un mundo restaurado es un libro complejo en cuanto al carácter polifónico de sus contenidos, pero la clara, precisa y con frecuencia brillante prosa de Kissinger hace posible una lectura a la vez interesante, grata provechosa. Añado entonces el nombre de Henry Kissinger a la lista de mis héroes intelectuales fundamentalmente por lo mucho que esta obra, que fue en principio su tesis de doctorado en la Universidad de Harvard, me ha beneficiado en términos de lo que de ella he aprendido y continúo aprendiendo. No consideraré en estas notas otros libros de Kissinger, a pesar de que les considero valiosos, ni sus múltiples ejecutorias como asistente de Seguridad Nacional y secretario de Estado de Estados Unidos bajo los presidentes Nixon y Ford, con sus éxitos y fracasos. No es por tanto al controversial practicante de la diplomacia y polémico estadista al que abordaré ahora, sino al autor de Un mundo restaurado.
Procuraré focalizarme en dos temas: 1) ¿Qué es un orden internacional legítimo? 2) ¿Cuál es la naturaleza específica del reto que producen los actores políticos revolucionarios, y cómo debe combatírseles?
Un orden internacional legítimo se sustenta sobre principios y normas de conducta compartidos en lo esencial por todos los grandes poderes que le integran. Dicho de otro modo, un orden legítimo genera una relativa inseguridad para todos sus miembros, pero a la vez impide que alguno de ellos intente lograr una seguridad absoluta, ya que la seguridad absoluta de una potencia implica de modo necesario la inseguridad absoluta de todas las demás. Para aclarar aún más: un orden internacional legítimo es aquel que no crea incentivos para que alguna potencia se decida a emprender una política revolucionaria, destinada a acabar con lo existente y establecer un orden nuevo. Un orden legítimo consolida el statu quo y busca castigar el radicalismo en diversas vertientes. Su eje es un consenso moral acerca de las limitaciones a la voluntad de dominio de cada cual.
Ese tipo de orden estuvo vigente, por ejemplo, durante buena parte del siglo XVIII y antes de la Revolución Francesa, así como en el período pos-napoleónico que se extendió entre el ya mencionado Congreso de Viena (1815-1816) y el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914). Hubo en esos tiempos guerras y numerosos conflictos entre las potencias, pero se llevaron a cabo dentro de un contexto de estabilidad esencial, y sin que alguno de los grandes poderes europeos persiguiese un dominio universal. Las guerras eran limitadas y durante el siglo XIX en buena parte acontecieron en el terreno de la competencia por colonias fuera de Europa.
La aparición de Napoleón Bonaparte en el escenario europeo cambió las cosas. Napoleón era un actor revolucionario, y la característica central de este tipo de actor político no es que se sienta inseguro, pues de una manera u otra la inseguridad es común en el sistema internacional, sino que nada consigue en efecto asegurarle. Para lograr esto último el actor revolucionario busca un dominio total y universal, y a veces ni siquiera semejante conquista consigue apaciguarle. Su naturaleza impide una política basada en una conciencia de los límites y en un sentido de las proporciones.
La derrota de Napoleón hizo posible, pero no garantizó, que los poderes labrasen una paz duradera. Esto último fue el resultado tanto de la destreza diplomática de personajes como Metternich, Castlereagh y Talleyrand, como también y en forma clave de la naturaleza de los pactos negociados. El Congreso de Viena no impuso sobre Francia una paz punitiva, como deseaba por ejemplo el zar ruso Alejandro I, sino una paz de reconciliación que se extendió hasta 1914. La Primera Guerra Mundial puso fin a esa larga etapa de relativa paz y consenso europeos, y el catastrófico desenlace tuvo que ver de modo decisivo con la ambición desmedida de la Alemania que Bismarck unificó.
El posterior Tratado de Versalles, que gravó a la Alemania derrotada con una paz de escarmiento y castigo, fue muy distinto al arreglo firmado en Viena un siglo antes. Lo acordado en Versalles en 1919 garantizaba una Alemania irredenta y en busca de revancha, sembrando así las aciagas semillas de las que brotaron Hitler y el nazismo. La única forma de hacer valer las cláusulas de Versalles era mediante una política de permanente alerta y sabia agresividad por parte de los países signatarios, en particular de Francia e Inglaterra, con voluntad férrea para que se cumpliese lo estipulado. Pero dicha voluntad no existió nunca y las consecuencias son conocidas. La debilidad de las potencias del statu quo, su complejo de culpa por lo impuesto en Versalles, y la consecuente política de apaciguamiento frente a Hitler abrieron las puertas hacia el abismo.
Hitler, como Napoleón, fue otro actor revolucionario impulsado por una insaciable voluntad de conquista, carente de límites. Desde luego, se trata de una analogía entre dos personajes en muchos aspectos diferentes, pues como lo expresa Kissinger, “la historia enseña por analogía, no por identidad”. No existen dos procesos políticos plenamente idénticos, pero la naturaleza humana actuando en la historia nos ofrece un panorama de sucesos que en alguna medida se repiten, en sus elementos cruciales, dentro de marcos diferentes.
Los actores revolucionarios plantean un reto y un dilema: el reto consiste en reconocerles a tiempo, sin darles ocasión de disimular y engañar en cuanto a sus verdaderas intenciones. El dilema consiste en que tratar de detenerles con toda la fuerza necesaria, y antes de que desate la ola de destrucción que siempre acompaña sus ejecutorias históricas, es una empresa que requiere de los actores políticos conservadores (en el sentido de actores que prefieren mantener el statu quo) una fuerza de voluntad y dotes persuasivas poco comunes. Tal tipo de política preventiva choca con el escepticismo, la desidia y la ingenuidad de la mayoría, que prefiere esperar por pruebas inalcanzables y conceder el beneficio de la duda, ante procesos históricos de resultado aparentemente incierto. De allí que la tarea del estadista, vista desde la perspectiva del futuro, consiste en dilucidar el presente con base a una atinada interpretación del pasado. Es una tarea intrínsecamente difícil que las más de las veces termina en frustración debido a la incomprensión de los contemporáneos, es decir, a la dificultad del público para reaccionar frente a las que lucen como especulaciones a ser aún confirmadas.
Lo que dio a Kissinger una dimensión y peso específico superiores a no pocos estadistas del siglo XX no fueron los resultados concretos de sus acciones, sino más bien el empeño por llevar a cabo su actividad diplomática en función de un marco de principios y concepciones teóricas, que dotasen de una aceptable coherencia a múltiples y complejas ejecutorias realizadas en un terreno de magnitudes planetarias. Las ideas contenidas en Un mundo restaurado, la historia que allí se narra con la mirada puesta en el pasado y también en nuestra era, y los magníficos retratos de los personajes que recorren sus páginas, constituyen un aporte convincente, desarrollado con elegante y meticuloso estilo. Es un libro sin duda singular, producido por una mente de notable poder, con una sensibilidad histórica madurada en un disciplinado estudio de la misma, una sensibilidad que se complementa con una palpable capacidad para ordenar hechos y conceptos de manera clara y persuasiva. Un mundo restaurado, en síntesis, tiene rango de libro de cabecera.
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