Carlos Alberto Montaner
27 DE DICIEMBRE DE 2016 12:39 AM
Hace exactamente un cuarto de siglo desapareció la Unión Soviética. La hecatombe ocurrió el 25 de diciembre de 1991. Fue la consecuencia directa del previo y fallido golpe de agosto de ese año. Vladimir Putin cree que se trata de la peor desgracia que le ha sucedido a su país, pero entonces la mayor parte de los rusos lo percibió como algo conveniente.
Lo recuerdo nítidamente. Por aquellas fechas yo visitaba Moscú con cierta frecuencia para participar en actos académicos encaminados a discutir la conveniencia de terminar con el costoso subsidio al belicoso satélite cubano.
Entonces me intrigó considerablemente escuchar varias veces una consigna nacionalista que acabó por convertirse en una realidad política: “Tenemos que liberar a Rusia del peso de la Unión Soviética”.
La URSS había nacido en 1922 estimulada por Lenin en medio de un ilusionado Congreso Panruso de los Soviets, quien agregó las ideas marxistas al espasmo imperialista que en pocos siglos había convertido al pequeño principado de Moscú, entonces animado por la superstición de ser la “Tercera Roma”, la heredera del cristianismo de Bizancio, en la nación más grande de la Tierra: grosso modo, el doble del tamaño de Estados Unidos o la China actual.
Para Lenin y sus comunistas, la URSS no pretendía abandonar el impulso imperial ruso, del que estaban secretamente orgullosos, sino reenfocarlo en un nuevo proyecto ideológico de conquista planetaria basado en la disparatada ideología de Karl Marx, un filósofo alemán que vivió una buena parte de su existencia en Londres, ciudad en la que murió en 1883.
Naturalmente, la nueva estructura creada –Rusia más Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Ucrania, Bielorrusia, a las que luego se unirían Uzbekistán, Turkmenistán y Tayikistán– servía para ese propósito y para otro de carácter defensivo: la URSS protegería las conquistas comunistas rusas y sería otro obstáculo para impedir la reacción hostil de las naciones enemigas al sangriento experimento revolucionario surgido en 1917.
Para esos fines, Lenin, y luego Stalin (tras la muerte de Lenin en 1924), ayudaron a la creación de una federación de partidos comunistas en todo el mundo que tenían, como primer objetivo, proteger a Moscú, la madre-patria del comunismo, aun cuando los intereses nacionales estuvieran en conflicto con los de la lejana Rusia. Más que hacer una revolución calcada de la bolchevique, la gran tarea de los partidos comunistas locales era esa: servir al hermano mayor ruso.
Así las cosas, los partidos comunistas nacionales, escudos de Moscú, se dieron a la tarea de perseguir trotskistas y de exterminar a quienes discrepaban de las directrices del Comitern, como se le llamó a la Tercera Internacional, la estructura también creada y financiada por los comunistas rusos para su propio beneficio, como habían hecho con la URSS.
Esto se vio muy claramente en España, durante la Guerra Civil (1936-1939), y aun antes, cuando el líder comunista cubano Julio Antonio Mella, entonces disidente de la línea oficial, fue asesinado en las calles de México en 1929, preludio a lo que luego le sucedería al propio Trotski en 1940, liquidado por Ramón Mercader, un español al servicio de Stalin, hijo de una fanática comunista cubana.
Un cuarto de siglo después de desaparecida la URSS, Vladimir Putin amenaza con el rearme nuclear de Rusia para burlar el escudo de misiles protectores con que Estados Unidos dota sus propias defensas y las de Occidente. Más que el excomunista nostálgico, habló el ruso convencido del destino hegemónico de su patria.
Según el exagente del KGB, líder político de su país, Estados Unidos y la Unión Europea no podrían impedir la destrucción total de sus barreras defensivas (y de sus naciones) del ataque de lo que llama la tríada: el efecto de la cohetería nuclear de tierra, la acción de los submarinos dotados de armas atómicas y las bombas arrojadas desde los aviones.
Curiosamente, la bravuconada de Putin tendrá un efecto estratégico positivo en Occidente. Donald Trump, en primer término, advertirá que Vladimir Putin no es su amigo, en la medida en que repite los viejos hábitos imperiales rusos. Asimismo, se dará cuenta de que la OTAN continúa siendo el mejor instrumento para evitar que el planeta sea incinerado por Moscú y renunciará a debilitarla o demolerla.
Evidentemente, entramos en la segunda Guerra Fría.
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