Pedro Lastra
14 Marzo, 2013
Lo cierto es – dijo alguna vez ese genio de la escena italiana llamado Vittorio Gassman -, que el talento no se hereda. Hijo de genio suele salir bruto. Debe haberse tratado en su caso, imagino, de una certidumbre de padre excepcional castigado con algún hijo oligoide, de los que tanto sobran por el mundo. Y frente a los cuales no cabe más que la condescendencia: “pobrecito, salió medio tarado”. Si no el inevitable pesar: “Dios sabrá lo que hace”.14 Marzo, 2013
Pero hay otros legados, tanto más pesados que los de la biología, pues constituyen una carga insoportable que el resto de la humanidad se ve en la insoportable obligación de tolerar. Es el que se refiere a los legados políticos. Como el que los venezolanos comienzan a sufrir por estos días desde que los hermanitos Castro decidieran llegado el momento de desconectar de una buena vez al culpable de esta pesadilla en blanco y negro llamado Hugo Rafael Chávez Frías. Del cual se sabrá con certeza la fecha de nacimiento, no así la de su fallecimiento. Una biografía digna de la Muerte del Salvaje, de Las Hazañas de Rocambole.
No debe haber sido una elección fácil para los emperadores. Pues Chávez, el fundador de la satrapía y gobernador emérito, habrá sido un demente, pero de memo no tenía un pelo. Y para tener constancia de lo torpe, chato, desaliñado, opaco, tontón y mediocre que es Nicolás Maduro no se requiere hacer un curso de postgrado en fisiognomía en Harvard. Basta con observarlo. Siempre dispuesto a lamer botas, pulir sables, limpiar bosta y sanar podridas mordeduras de tábanos en ancas de yeguas derrengadas, como esos tontitos de hacienda, dotados de suficiente altura como para mandarlo a bajar mangos o a la esquina para ver si está lloviendo. Muy escasas habrán sido las alternativas como para verse obligado a privilegiar la perruna lealtad, el obcecado fanatismo y la absoluta seguridad en toda falta de iniciativa como para haberse dicho en un cónclave con esos maquiavélicos zorros del desierto: “Ecce homo!”. ¡Maduro es el hombre!
Para llegar a tan peregrina conclusión, Fidel y Raúl sabían que muerto el loco Chávez había que pensar en una puerta corredera, una bisagra, una correa de transmisión, un embudo. No en un sujeto pensante, incluso en un bolchevique con suficiente kilometraje como para tomar iniciativas o despertar del encantamiento. Sino en una rolinera con patas que aceitada periódicamente en La Habana o presto a pegarse al teléfono rojo de Miraflores siguiera al pie de la letra las instrucciones: cómo cerrar Globovisión de un solo guamazo, por ejemplo. Cosa que el loco Chávez – talentoso en sus delirios y con suficiente capacidad de consenso como para permitirse el lujo de tener a Leopoldo Castillo del otro lado de la cerca sin que se le espantaran las cabras – no se atrevió a hacer jamás. Así lo pretendiera con amenazas, castigos, multas y otras yerbas venenosas.
De modo que pasará con el designado lo que siempre ha sucedido a la sombra de los herederos sin talento: despilfarrará el capital acumulado por el legatario, se le espantarán los demonios, se le irán las cabras del corral y no sabrá hacer otra cosa que llamar a la policía, aceitar los cañones, disparar a mansalva y suplir su absoluta estupidez con mano de hierro. Hasta que en el fragor de las inevitables catástrofes se le fundan los fusibles.
¿No habrá quién le explique el gigantesco rollo en que está metido? ¿No podrá ni siquiera la cuaima que comparte su almohada explicarle que con los mandobles y las bayonetas no se juega? ¿No tendrá a mano el celular de José Vicente Rangel para que se asesore con un viejo que más sabe por diablo que por viejo? Son las preguntas nada capciosas que un país se hace ante un pasmarote condenado a ilustrar una vez más la inevitabilidad del Principio de Peter: cuyas dos tesis siempre confirmadas por la brutal realidad rezan que lo que puede salir mal, saldrá mal. Y que aquel que alcanza el nivel de su incompetencia, puede ir escribiendo su epitafio.
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