Editorial El País
El bronco arranque del mandato de Nicolás Maduro ha tenido estos días su traslación a la política exterior. Si el presidente venezolano ha sido hasta ahora incapaz de articular una salida a la crisis desatada tras las elecciones del 14 de abril, impugnadas por la oposición, en el terreno internacional Maduro se ha estrenado con excesivo estrépito.
En apenas dos semanas en el cargo, Maduro ha provocado cuatro incidentes diplomáticos que no han ido a más por la prudencia de la contraparte. Decirle al ministro español de Exteriores que “saque sus narices” de Venezuela (por mucho que la del ministro no fuera una declaración afortunada), abrir una crisis con Perú y acusar de “injerencia” a su canciller por promover en Unasur un llamamiento “a la tolerancia y al diálogo” o calificar a Barack Obama de “jefe mayor de los diablos” y promotor de la violencia de “la derecha fascista”, después de que el presidente de EE UU expresara su preocupación por el país caribeño, no parecen los pasos más adecuados para apuntalar una imagen de estadista. Maduro ha logrado incluso que el Gobierno del colombiano Juan Manuel Santos, que maneja la situación de Caracas con guante de seda, exprese su malestar por la arremetida contra el expresidente Álvaro Uribe, a quien el venezolano acusó de querer asesinarlo.
Maduro haría bien en rectificar el tiro. Ni la chequera (cada vez más delgada) ni los desplantes van a afianzar su legitimidad en el exterior. Como tampoco el acoso a los opositores ni las palizas a los diputados van a disipar las dudas de muchos venezolanos sobre la limpieza de los comicios. Las encuestas ya muestran el desgaste del recién estrenado presidente.
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