Tuesday, February 18, 2014

Gustavo Dudamel

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Alfredo Sánchez

Publicado el Martes, 18/February/2014
Cuando, obligado por las circunstancias, el famoso conductor de orquesta se vio en la imperiosa necesidad de defenderse de sus críticos (cosa que no hubiera querido tener que hacer), expuso en forma escueta las motivaciones profundas de su conducta apenas balbuceando unas pocas palabras: "Tienen que entenderme: yo lo único que soy es un músico que cree en el arte. Que cree en el arte en general, y en particular en la música y sus poderes místicos para nutrir las necesidades espirituales del ser humano".
Dudamel acosado por sus críticos. Y no los musicales.  AFP
Era apenas el comienzo de su alegato definitivo. Pero también era su confesión más íntima. El artista, el ser humano, intentaba así salvarse del fallo final de la historia, que de todos modos lo juzgaría en forma severa tanto por sus virtudes musicales indiscutibles como por su actitud ambivalente, temerosa y egoísta frente a un régimen despiadado, miserable y cruel.
Pero su caso no era el único. Al año siguiente de su estrepitosa caída, la mayoría de los partidarios del régimen, encontraba extremadamente incómoda -pero a la vez absolutamente necesaria- su constante abjuración de su pasado reciente, en especial aquellos que como él habían tenido una especial figuración pública.
Los funcionarios de aquel perverso sistema político que habían logrado sobrevivir estaban obligados a apelar a toda clase de argumentos como único mecanismo de defensa ante las crecientes peticiones de justicia. ¿Qué más podían hacer ante la frenética increpación pública de parte de quienes habían sido víctimas directas de abusos, vejámenes y crímenes por parte de las depuestas autoridades?
Ninguno de los que -hasta entonces- habían sido incondicionales entusiastas del Supremo Líder quería escuchar -y menos aún de boca de sus detractores- ni un  argumento contra aquellos ideales considerados sublimes por la derrocada clase gobernante. Tampoco querían oír ni un solo recuerdo de lo que había sido su pasado más glorioso, cuando vivía la llama fulgurante del que era la luz de sus ojos, el que con sus discursos incendiarios, sus demostraciones de poder y su pretendida supremacía moral, les había insuflado fuerzas para seguir en su primitiva y trasnochada lucha ideológica. Todos aquellos emocionantes saludos, aquellos sentidos abrazos y esas  resplandecientes con sus antiguos jefes habían ido a parar a un olvido forzoso. Y todo apenas hacía unos pocos meses, después que los habían visto felices fanfarronear y festejar sus tiempos de gloria hegemónica.
En aquella monumental orgía de mando, en la que todos gozaban un mundo denigrando de sus adversarios y humillándolos haciéndoles comer el polvo de su condición minoritaria, el rol de los ejecutantes musicales no era en ninguna forma secundario. Todo lo contrario. Significaba muchísimo para sus jefes. Se trataba nada más y nada menos que del lado más luminoso del régimen: la fachada gloriosa y excelsa del aquel Estado superpoderoso y guerrero.
"Yo era entonces muy ingenuo", llegó a afirmar en su postrera confesión el afamado maestro conductor. "Creía ciegamente en la separación del arte y la política y mi vida entera estaba dedicada exclusivamente a la música. Yo pensaba que a través de ella podía hacer una contribución especial a la sociedad manteniendo los ideales de humanidad, libertad y justicia".
En ese momento, lo interrumpió el militar que interrogaba al maestro recién caído en desgracia, el entonces celebérrimo Wilhelm Furtwängler (considerado uno de los más grandes genios musicales de su época y flamante director de la mítica Orquesta Filarmónica de Berlín durante el Tercer Reich):
-¿Dijo usted "ingenuo"? ¿Por qué? ¿Ya no cree que el arte y la política puedan existir separados?
-Yo creo que el arte y la política deben mantenerse separados, pero ellos (los nazis) nunca hubieran aceptado eso conmigo.
-Entonces déjeme decirle, Wilhelm, que para ellos usted fue únicamente su "muchacho", su "criatura", su mejor "pieza publicitaria". Porque un día dijeron: ¡Aquí está, éste es el más grande director de orquesta del mundo! ¡Y tú te lo creíste! Y cuando yo preguntaba si tú eras miembro del partido nazi, me di cuenta que cometía un error, porque no he debido preguntarte eso, porque ¡tú para ellos eras mucho más que un miembro de partido! ¡Tú lo eras TODO para ellos!"...
En esta parte de la película (de "Taking Sides" o "Réquiem para un imperio", del genial director húngaro István Szabó), el actor Harvey Keitel reproduce para Fürtwangler (interpretado magistralmente por el sueco Stellan Skarsgård) en una vieja victrola, el Adagio de la Sinfonía No. 7 en Mi mayor de Anton Bruckner, grabación que los nazis usaron para anunciar la muerte de su Führer, Adolf Hitler, en la radio.
-¿Y sabes por qué escogieron precisamente esa grabación, Wilhelm? ¿Por qué fue la tuya y no, por ejemplo, la del pequeño K (Herbert Von Karajan)? Pues porque tú los representabas a ellos maravillosamente, Wilhelm. Y cuando murió el demonio, lo único que querían era que su director favorito condujera su marcha fúnebre (...) ¡Ellos tenían orquestas tocando música de Wagner y Beethoven en los campos de concentración! (...) ¿Y tú me vienes a hablar a mí de arte, de música y de cultura y no pones en la balanza los muertos que tus amigotes tenían encima? ¡Yo definitivamente no entiendo cuál es la relación que ustedes tienen con la música ni para qué la necesitan! ¡Y sí, claro que te culpo por no haberte hecho colgar... y te hago responsable de tu cobardía porque mientras todo aquello pasaba tú lo único que hacías era pavonearte y contonearte, miserable pedazo de mierda!
Conocida es la historia posterior tras el período conocido como la desnazificación: Furtwängler vagando el resto de su vida como un paria espiritual por el mundo. Viviendo con la sombra de su oscuro pasado, y aunque logró volver a dirigir, anduvo por el mundo arrastrando el estigma de esa mala fama, sin jamás volver a sentir la gloria que los nazis le habían hecho sentir como el "artista consentido", como el "director favorito del régimen".
Todo fue tan efímero como el mismo imperio destructor que trató de edificar aquel supremo genio del mal que fue su Comandante Eterno.
La historia cuenta (como preámbulo de aquel final) que el 12 de abril de 1945 (apenas unos días antes del suicidio de Hitler), el arquitecto del régimen (y Ministro de Armamento y Guerra del Tercer Reich) Albert Speer, había ordenado restituir por un breve lapso de tiempo el suministro eléctrico para que la Orquesta Filarmónica de Berlín pudiese interpretar la obra de Richard Wagner "El crepúsculo de los dioses", el equivalente prolegómeno germánico del común y corriente aforismo criollo: "A cada cochino le llega su sábado".
Al finalizar la guerra, aún quedaban inscritos en el partido nazi la horripilante cifra de 8 millones de afiliados.
La historia particular de nuestro hoy flamante director de la Filarmónica de Los Ángeles (y mañana probablemente de la legendaria Orquesta Filarmónica de Berlín que condujeran los eminentes Furtwängler y von Karajan) estará tal vez estrechamente relacionada con la forma en que termine esta infausta saga del socialismo del siglo XXI. Y aunque la experiencia demuestra que los seres humanos olvidamos demasiado fácilmente (y muchos ciertamente lo hacen tanto más rápido cuando hay dinero de por medio), hay eso que llaman "manchas en el alma" que tardan varias generaciones en sanar. Y allí sí es verdad que no hay oro negro ni excremento del diablo que sirva para cambiar el curso de las cosas.
Alfredo Sánchez

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