Wednesday, July 8, 2015

Karl Jaspers y el exilio

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Alejandro Oliveros

Sobre el suicido fue mucho lo que reflexionó el reflexivo Jaspers, una de las mentes filosóficas más seguras del novecientos. Como Heidegger, de quien fuera amigo hasta finales de la Segunda Guerra, y en una de esas asimetrías no infrecuentes en Alemania, Jaspers se involucró sentimentalmente con una dama de origen de hebreo. La diferencia más notable, porque ambas relaciones, a su manera, se mantuvieron hasta el final, es que Jaspers se casó con Gertrude Mayer, mientras que Hanna Arendt no pasó de ser la amante del autor de Ser y tiempo. Lo que para el resto era una radical transgresión, para el filósofo, que para eso se es filósofo, era un arreglo, como cualquiera, entre dos personas que mantenían cantidad de afinidades electivas. Con este pensador hemos sido doblemente afortunados; no sólo con su luminoso pensamiento, uno de los fundamentos de todos los existencialismos, sino con su admirable escritura íntima; sus diarios y autobiografías, tan necesarios para nosotros en estos tiempos de indigencia. Con la llegada de los nazis al poder, Jaspers fue convencido por los hechos de que su condición había dejado de ser normal; la suya era una “situación peculiar”, y esto, el rechazo al criterio oficial, es, en cualquier totalitarismo, poco menos que una amenaza de cárcel, destierro o muerte. Recordando aquellos tiempos de la preguerra, escribió en 1967:
En los primeros años de nuestro matrimonio no tuvimos motivo alguno que nos llevara a reflexionar sobre el tema “judíos y alemanes”. Para ese entonces judíos y alemanes eran a todas luces lo mismo. El ser alemán de mi mujer no se vio aumentado  a causa mía. Políticamente era incluso más alemana que yo… En nuestra situación era necesario que lo judío se convirtiera para mí en algo propio (pero no en un nacionalismo judío, ni en el sionismo, en mi opinión corrompido y además rechazado por mi querido y venerado suegro)… El antisemitismo es incompatible con la ascendencia alemana de la que Gertrude y yo juntos procedemos.
En otro de sus escritos autobiográficos, el inolvidable Diario 1939-1947, Jaspers reflexiona sobre el exilio al que lo obligaría la circunstancia de su matrimonio interracial. Y comienza con las mismas preguntas que se hace todo el que piensa en el exilio y que, en este momento, en Venezuela es, por desgracia, la indiscutida mayoría.  Una de las circunstancias, la del exilio, más graves, tanto que Sócrates prefirió la cicuta, que puede enfrentar  el ser humano. Agravada, en el caso del filósofo, por sus 56 años y una enfermedad crónica de los pulmones, una broncoestasia que dificulta la respiración, que es lo que más se necesita en los afanosos caminos del destierro. El que abandona su patria sólo con el billete de ida, lo hace abrumado por la más existencial de las preguntas: su situación para el “día de mañana”, y se aleja de la comarca natal porque el futuro se le ha encogido y el horizonte no pasa de la calle de enfrente. No me refiero al “exilio opcional”, como llamó José Solanes a los que se marchan sin que, objetivamente, hayan sido obligados a hacerlo, que es de lo que se trata el verdadero exilio. Ante la percepción de que el círculo se estrechaba irreversible, Jaspers, lleno de dudas, como todo candidato al destierro, escribe en las primeras líneas de uno de sus cuadernos:
Es posible que en el extranjero encontremos alojamiento, bien que en extremo modesto. El momento en que hemos que tener que decidirnos ya difícilmente puede estar muy lejos. La tremenda decisión de tener que decidirnos difícilmente puede estar muy lejos. La tremenda decisión de tener que abandonar probablemente para siempre, Alemania, con todos nuestros medios de vida, nuestros compatriotas, amigos, padres y hermanos, debe madurar. Llevaré un diario para cerciorarme de lo que realmente pienso… Sólo una necesidad forzosa puede constituir un motivo suficiente. Este existe en el caso de una amenaza contra la vida, de división de nuestro matrimonio por la fuerza, de privación de los medios de subsistencia, de incautación de nuestra vivienda (en tanto que nunca podríamos tener otra).
Pero estas no eran todas, que no eran pocas, las circunstancias adversas. Para Jaspers  —quien, como Gertrude, no dejaba sus habitaciones sin la pastilla de cianuro en el bolsillo, una nueva guerra en Europa era una certeza: “La situación del mundo, con peligro de guerra, nuevas crisis, revoluciones, es parecida en todas partes: si sobreviniera efectivamente la catástrofe, nuestra situación sería desesperada”. No es fácil encontrar sobre el asunto del destierro, tan cercano así de repente, a nosotros, consideraciones más serias. Como lo que hizo a todo lo largo de su dilatada carrera, el pensamiento de Jaspers se desarrolla alrededor de estas “situación límite”; la suya es una ética a la cual se llega profesando el más hondo de los respetos por la vida. Y es que el gran pensador insistió siempre en la necesidad de que la filosofía se convirtiera en existencia, que dejara ser solo teoría para convertirse en cuerpo: “El significado último de todo pensamiento filosófico es la vida filosófica como quehacer del individuo en su actividad interior, mediante el cual llega a ser él mismo” (Filosofía II).
El caso de Sócrates tiene que haber motivado más de una consideración en este Jaspers acosado en su propio país. Para los griegos, los inventores de la polis, la sola posibilidad de verse privados de la discusión pública era poco menos que impensable. El hombre no es un “homo sapiens” apenas; es, sobre todo, “homo político”; es esa la verdadera esencia de su existencia. El alemán, buen lector de los clásicos, lo sabía bien y sus intuiciones sobre el asunto tienen el tono de lo permanente, para no decir ejemplar y necesario:
¡Permanecer donde uno está y no lanzarse a un peligroso vacío! Es preferible cualquier peligro en el lugar a que uno pertenece, de lo contrario uno se afana como un ratón en la trampa, corriendo de un rincón al otro. Tirar por la borda la sustancial posibilidad vinculada al lugar, sólo a cambio de otro peligro sería un contrasentido, sobre todo cuando ese “otro” significa miseria y fin.
Para el maestro de Platón se trataba de una escogencia trágica, el destierro o la muerte. Un hombre se define al escoger, dicen que decía Sartre; y Sócrates se definió al preferir la muerte. Desde entonces, al menos en el imaginario occidental, exilio y suicidio no son consideraciones tan independientes como quisiéramos. El que escoge la borrosa geografía del exilio, de manera consciente o no, se desprende de una parte de su existencia. No sólo se cambia de tierra, sino también de cielo, el cielo protector de la infancia. Y no es improbable que las circunstancias lo obliguen a abandonar el “parlar materno” y adoptar otro lenguaje; y, como se sabe, el lenguaje es la casa del ser. No le falta temeridad al que asume tan grave destino; la valentía toma el puesto de los sueños rotos y las esperanzas desvanecidas. El reflexivo Jaspers reflexionó sobre todo esto y, en tanto que filósofo, se detuvo en la alternativa del suicidio, “la única posibilidad filosófica”, como escribiría después uno de sus lectores más conocidos. En la última página de Diario 1939-1942 escribió, ya seguro de la presencia de la Gestapo a las puertas de su casa para llevarse a Gertrud:
El suicidio, para evitar tormentos corporales y una prolongada ejecución, ya apenas es un auténtico suicidio. Es un acto obligado en el cual hay que elegir entre el valor de darse muerte y el valor de aceptar el supremo dolor. El anhelo de descanso juega un papel, no hay que negarlo, pero sobre todo influye un sentimiento de dignidad: no dejar el propio cuerpo a merced de cualesquiera tormentos caundo uno puede evitarlos. Hay salidas que van contra la propia dignidad. A Gertrud y a mí un divorcio ficticio y un matrimonio ficticio con una persona extranjera, como nos aconsejan, con el fin de vernos libres, nos resultan imposibles. Mejor es morir.
Al final, protegido por alguien desconocido, pero con suficiente poder para mantener a raya a los sabuesos de la policía, Jaspers ni se suicidó ni se exilió. Pero lo que dejó dicho sobre estas dos “situaciones límite’, por primera vez tan familiares para la mayoría de los venezolanos, será siempre una referencia para los que consideran la eventualidad de abandonar la patria tierra. En el caso del maestro, una vez terminada la guerra, molesto con los penosos arreglos de Alemania con su pasado, escoge, ahora sí, y sin presiones, los caminos del exilio. Y con Gertrud, sus blancos huesos y sus amados libros, va a dar a la vecina Suiza donde, en la Universidad de Basilea, enseñará filosofía hasta pocos años antes de su muerte en 1969.

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