ASDRÚBAL
AGUIAR.
He
recordado, para atajar manipulaciones de circunstancia y electoreras, los
momentos en que la traición a la patria toma cuerpo como excepción de nuestra
historia.
Las
patadas y zancadillas entre los políticos son hábitos seculares – es la saña
cainita de la que habla Rómulo Betancourt – pero jamás practicados a costa de
la soberanía, salvo en aquél momento en que Bolívar, responsable militar de la
caída de la Primera República, opta por entregar a los españoles a su jefe,
Francisco de Miranda, traicionándolo a cambio de un pasaporte que le salve el
pellejo y le permita viajar a Curazao.
Recordé
en artículo anterior, así, el momento en que Nicolás Maduro prosterna el
Acuerdo de Ginebra de 1966 – base única, no se olvide, de nuestra posibilidad
de reclamar la pérdida de la Guayana Esequiba– tachándole como una suerte de
mala entente entre los gobiernos adecos y el imperio estadounidense; también la
renuncia que Hugo Chávez hace en 2007 de nuestros derechos en favor de la
vecina república: “Guyana, con el que nos pusieron a pelear toda la vida, nos
querían poner a pelear, uno veía clases: que hay que recuperar y tal y la
hipótesis y nos querían meter el cuento de que era una amenaza”. Maduro, a la
sazón, es el canciller.
Pero como
la ignorancia de la historia es la madre de todas las derrotas, nada más
peligroso que quien, en sus pasos aparentes para defender lo que nunca quiso
defender, decide crear zonas de defensa integral del territorio frente a
Colombia y Guyana para luego revocarlas al menor ronquido de esas naciones; por
ignorar, justamente, las premisas del derecho internacional.
Es ese el
Maduro quien, asimismo, por ignorante, al presentar su discurso ante la
Asamblea Nacional, habla de la “solución legal” del problema del Esequibo,
ignorando que el acuerdo que prosternara, por ser obra de los gobiernos de
Betancourt y Raúl Leoni, establece expresamente que se trata de alcanzar
“soluciones satisfactorias para el arreglo práctico de la controversia”. No
obstante, se entiende que es mucho pedirle que discierna entre los cánones del
derecho y los de la equidad y la justicia.
Lo
lamentable, a todas estas, es su media y matizada afirmación – contraria a la
historia – ante la Asamblea Nacional: “Un Congreso de Estados Unidos en 1896
decide una comisión para determinar nuestros límites; comenzaba el auge del
imperio estadounidense”.
No cuenta
Maduro o no se lo refieren sus asesores, que el haber salvado las bocas del
Orinoco e impedido que la voracidad británica llegase hasta Upata, es el último
recurso que en nuestra defensa, pedida y reclamada por nosotros al Departamento
de Estado, hace Estados Unidos para cuidarnos del pacto corrompido entre Rusia
y Gran Bretaña; ese que denuncia luego el abogado norteamericano Severo Mallet-
Prevost y se hace público a su muerte y que dicta el 8 de febrero de 1944.
Enrique
Bernardo Núñez, en su crónica Tres momentos en la controversia de
límites de Guayana – la más acabada, como también el discurso de
Marcos Falcón Briceño ante la Academia de Ciencias Políticas –refiere bien que,
aún conscientes nosotros, desde antes, que la vía arbitral puede no ser la más
conveniente y mejor es la negociación que primero procura Alejo Fortique, entre
1841 y 1845, olvidamos – lo dice éste– que “hay un momento en las
negociaciones, que si se escapa no vuelve a presentarse”.
Más tarde
somos nosotros los que jugamos a la opción arbitral para desautorizar la
gestión transaccional del Marqués de Rojas (1876-1884), y es Gran Bretaña la
que no acepta el debate jurídico.
A final,
sin destino el esfuerzo negociador sucesivo de Antonio Guzmán Blanco
(1884-1890), el Congreso nuestro esgrime, en 1887, la violación por Gran
Bretaña de la Doctrina Monroe – “América para los americanos” –. Y nuestro
gobierno busca por convencer al Departamento de Estado para que sume su fuerza
y la oponga con dicha tesis ante el invasor de nuestro territorio.
Ello se
logra una vez como el presidente Cleveland lleva la cuestión al punto de conflicto
con los británicos, en defensa de la Doctrina Monroe. Desde Caracas, hasta
ofrecen sus espadas el Mocho Hernández como Cipriano Castro, el Cabito.
Al final,
llega el arbitraje y la colusión y venalidad de su estrado, quedando los jueces
americanos en franca minoría; amenazados por sus pares, ruso e ingleses, de
quitarle a Venezuela hasta su río fundamental. Allí se impuso la transacción.
Esa a la que nos negamos y sabiamente procura, después de superar la rabieta
por el desafuero anunciado, el ex presidente Benjamín Harrison, asesor de
nuestra causa. Nos salva en la raya el delta del Orinoco.
Castro,
quien como diputado hasta acusa de traición a Guzmán Blanco, ya presidente se
traga sus palabras. Acepta sin chistar lo decidido. Esa es la historia.
Vía El Nacional
Que pasa Margarita
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