El filósofo creía que solo el ser humano no
gregario, independiente, segregado de la tribu, enfrentado a ella, era capaz de
hacer progresar la ciencia, la sociedad y la vida en general
Cuando
Nietzsche vino por primera vez a Sils-Maria, en el verano de 1879, era una
ruina humana. Perdía la vista a pasos rápidos, lo atormentaban las migrañas y
las enfermedades lo habían obligado a renunciar a su cátedra en la Universidad
de Basilea, luego de profesar allí 10 años. Esta era entonces una remota región
alpina en el alto Engadina, donde apenas llegaban forasteros. Fue un amor a
primera vista: lo deslumbraron el aire cristalino, el misterio y vigor de las
montañas, las cascadas rumorosas, la serenidad de lagos y lagunas, las ardillas
y hasta los enormes gatos monteses.
Empezó a
sentirse mejor, escribió cartas exultantes de entusiasmo por el lugar y, desde
entonces, volvería por siete años consecutivos a Sils-Maria en los veranos, por
temporadas de tres o cuatro meses. Siempre había sido un buen caminante, pero,
aquí, andar, trepar cuestas empinadas, meditar en ventisqueros barridos por los
vientos donde a veces aterrizaban las águilas, garabatear en sus pequeñas
libretas los aforismos, uno de sus medios favoritos de expresión, se convirtió
en una manera de vivir. En Sils-Maria escribiría o concebiría sus libros más
importantes, La gaya ciencia, Así habló Zaratustra, Más allá del bien y del
mal, El ocaso de los ídolos, El Anticristo.
Se
alojaba en la casa —que era también tienda— del alcalde del pueblo y pagaba por
el modesto cuartito donde dormía un franco al día. La casa de Nietzsche es
ahora un museo y sede de la fundación que lleva el nombre del filósofo. Vale la
pena visitarla, sobre todo si quien oficia de cicerón es su amable director,
Peter André Bloch, que sabe todo sobre la obra y la vida de Nietzsche y es
quien organiza los seminarios y coloquios que atraen a este bello pueblecito
profesores, ensayistas y filósofos de todo el mundo. La casa ha sido totalmente
restaurada y ofrece una soberbia colección de fotografías, manuscritos —entre
ellos de poemas y composiciones musicales de Nietzsche—, primeras ediciones y
testimonios de visitantes ilustres, como Thomas Mann, Adorno, Paul Celan,
Hermann Hesse, Robert Musil y hasta el inesperado Pablo Neruda, que escribió
aquí un poema. Boris Pasternak no pudo venir, pero envió desde su confinamiento
soviético un largo texto fundamentando su admiración por el filósofo.
La única
habitación que no ha sido restaurada es el dormitorio de Nietzsche. Sobrecoge
por su ascetismo. Una camita estrecha, una mesa rústica, una jofaina de agua y
un lavador. Testigos de la época dicen que entonces estaba llena de libros.
Pero lo cierto es que Nietzsche pasaba mucho más tiempo al aire libre que bajo
techo y que pensaba y escribía andando o tomando un descanso entre las
larguísimas marchas que efectuaba a diario. Duraban unas seis horas cada día y
a veces ocho y hasta 10. Ahora a los turistas les muestran algunas rutas que,
aseguran los guías, eran sus preferidas, pero es un puro cuento. En primer
lugar el paisaje ahora es distinto, civilizado por la afluencia masiva de
esquiadores durante el invierno, la apertura de carreteras y los chalets
sembrados alrededor de las pistas de esquí. En tiempos de Nietzsche esta era tierra
aún salvaje, sin caminos, abrupta. Tras una difícil caminata en medio de los
pinares y nevados, casi en sombra, se abría de pronto un paisaje edénico, como
el que inspiraría las bravatas y filípicas de Zaratustra.
Pensaba y escribía andando o tomando un descanso
entre larguísimas marchas
Muchas
veces Nietzsche se extravió en estas alturas desoladas y, otras, se quedó
dormido y tuvo sueños grandiosos o terribles que evocó en sus poemas y en su
música. Llevaba siempre en estas caminatas un pequeño atado con frutas y
galletas, y las libretitas rayadas que le enviaba su hermana Elizabeth (se
pueden hojear en el museo), fanática racista que, para justificar la calumniosa
especie según la cual Nietzsche fue un precursor del nazismo, falsificó sus
manuscritos y manufacturó una edición espuria de La voluntad de poder. En uno
de los anaqueles de la Fundación se exhibe la célebre foto de Hitler visitando,
acompañado por Elizabeth, el Memorial de Nietzsche en Weimar.
Muchas de
las diatribas de Nietzsche contra la religión y, sobre todo, el cristianismo,
la idea de que proclamar que la vida terrenal es solo un tránsito hacia el más
allá, donde se vive la vida verdadera, ha sido el mayor obstáculo para que los
seres humanos fueran soberanos, libres y felices y estuvieran condenados a una
esclavitud moral que los privaba de creatividad, de espíritu crítico, de
conocimientos científicos e iniciativas artísticas, se gestaron aquí, en
Sils-Maria. Pero, curiosamente, en contra de una de las imágenes más
persistentes de Nietzsche, la de un hombre huraño, sombrío y ensimismado,
gruñón y colérico, por lo menos los siete años que vino aquí a pasar los
veranos, dejó entre los vecinos una imagen radicalmente distinta: la de un
hombre risueño y simpático, que jugaba con los niños, festejaba las bromas de
los lugareños, y evitaba las chismografías y querellas de vecindario.
Dejó entre los vecinos la imagen de un hombre
risueño que festejaba las bromas de los lugareños
Es verdad
que no fue nunca un fascista ni un racista; un sector del museo documenta con
detalle su buena relación con muchos intelectuales y comerciantes judíos y las
veces que escribió criticando el antisemitismo. Pero también es cierto que
nunca fue un demócrata ni un liberal. Detestaba las multitudes y, en especial,
las masas de la sociedad industrial, en las que veía seres enajenados por esa
“psicología de vasallos” que engendra el colectivismo, que anulaba el espíritu
rebelde y mataba la individualidad. Fue siempre un individualista
recalcitrante; creía que solo el ser humano no gregario, independiente,
segregado de la tribu, enfrentado a ella, era capaz de hacer progresar la
ciencia, la sociedad y la vida en general. Su terrible sentencia, que era
también un pronóstico sobre la cultura que prevalecería en el futuro inmediato
—“Dios ha muerto”— no era un grito de desesperación, sino de optimismo y
esperanza, la convicción de que, en el mundo futuro, liberados de las cadenas
de la religión y la mitología enajenante del más allá, los seres humanos
obrarían para sacar al paraíso de las nieblas ultraterrenas y lo traerían aquí,
a la historia vivida, a la realidad cotidiana. Entonces desaparecerían los
estúpidos enconos que habían llenado la historia humana de guerras,
cataclismos, abusos, sufrimientos, salvajismos, y surgiría una fraternidad
universal en la que la vida valdría por fin la pena de ser vivida por todos.
Era una
utopía no menos irreal que las de las religiones que Nietzsche abominaba y que
haría correr también muchísima sangre y dolor. Al fin y al cabo sería la democracia,
que el filósofo de Sils-Maria tanto despreció pues la identificaba con el
conformismo y la mediocridad, la que más contribuiría a acercar a los seres
humanos a ese ideal nietzscheano de una sociedad de hombres y mujeres libres,
dotados de espíritu crítico, capaces de convivir con todas sus diferencias,
convicciones o creencias, sin odiarse ni entrematarse.
El
País. España
Que pasa Margarita
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