Las
decisiones que se tomen en Atenas van a afectar a Europa. Pero no tanto como
las que se tomarán en Moscú. El Gobierno de Vladímir Putin tiene los recursos,
las armas y los incentivos para desestabilizar a Europa —y más allá—. Las malas
relaciones entre Europa y Rusia aún no han llegado al nivel de crisis que
existe con Grecia, pero de continuar las tendencias actuales los conflictos con
Rusia harán palidecer a la actual crisis helena. Entre otras cosas porque las
fricciones con Grecia son esencialmente económicas, mientras que los problemas
con Rusia emanan de profundas diferencias con respecto al significado y el
valor de la democracia. Para Europa y EE UU, la democracia es un valor
existencial. Para los actuales líderes rusos, es una irritación que se puede
burlar. Para el Kremlin es fácil y natural aparentar ser democrático sin serlo.
Y, además, ser un Gobierno verdaderamente democrático cuando la economía está
en crisis y el país declina es complicado.
Según
Strobe Talbott, un respetado experto, “Putin ha dañado la economía de Rusia,
disminuyó su influencia internacional, contuvo su modernización, transformó
vecinos en enemigos y revitalizó a la OTAN”. Serguéi Ivanov no está de acuerdo.
Para este exagente de la KGB, ahora jefe de gabinete de Putin, “Estados Unidos
y sus aliados son una amenaza para Rusia. Con la excusa de promover la
democracia lo que realmente buscan es derrocar a regímenes que no pueden
controlar”.
Eso
implica que Putin, por defender a su país, se ha visto obligado a apoyar a
rebeldes prorrusos en países como Ucrania o Georgia, donde agentes de potencias
extranjeras estaban interviniendo disfrazados de activistas democráticos. Sus
críticos argumentan que estos “rebeldes prorrusos” no son más que efectivos del
Ejército ruso que, despojados de las insignias que los identifican como tales,
son infiltrados por el Kremlin en los lugares donde la inestabilidad favorece
sus expansionistas aventuras bélicas. Obviamente, el mundo sería mucho más
estable si en vez de estos crecientes conflictos en las relaciones del gigante
ruso con Europa y EE UU hubiese una distensión y la búsqueda de mayor armonía.
Lamentablemente, la probabilidad de que esto suceda es muy baja.
Las
razones para que las fricciones continúen son muchas, pero la principal tiene
que ver con la brecha en la percepción que existe entre Rusia y las democracias
occidentales de las razones por las que han proliferado las protestas
callejeras antigubernamentales. Putin y la élite política de su país están convencidos
de que estas protestas son artificiales y parten de un endiablado y secreto
plan de EE UU y sus aliados europeos. Las revoluciones de colores que a
comienzos de este siglo depusieron o desestabilizaron a múltiples Gobiernos, de
Ucrania a Georgia, o las de la primavera árabe, son vistas por el Kremlin como
ejemplos de un nuevo tipo de amenaza que se cierne sobre Rusia: la nueva forma
que tienen sus adversarios para atacarlos. Según Serguéi Lavrov, el ministro de
Exteriores, “es difícil resistir la impresión de que el objetivo de las varias
revoluciones de colores y otros esfuerzos para derrocar Gobiernos incómodos es
provocar caos e inestabilidad”. En la Asamblea General de Naciones Unidas,
Lavrov propuso que se declarara inaceptable la interferencia en los asuntos
domésticos de Estados soberanos y que ningún país debía reconocer cambios de
Gobiernos producidos por un golpe de Estado.
Iván
Krastev, un agudo observador, notó que el temor del Kremlin a las protestas de
su propia gente ha hecho que “Moscú, que una vez fue el combativo centro de la
revolución comunista mundial, ahora se haya transformado en el más feroz
defensor de los Gobiernos cuyos ciudadanos protestan en las calles”. Según
Krastev, lo que Rusia exige de las democracias occidentales es algo que ningún
Gobierno democrático puede prometer: que la Rusia de Putin no va a ser sacudida
por las masivas protestas de una población que rechaza el modelo político y
económico impuesto. Y que, de darse estas protestas, los Gobiernos occidentales
y los medios de comunicación las van a condenar, apoyando así a quienes mandan
en el Kremlin. La premisa de esta exigencia es que estas protestas jamás
podrían ocurrir de manera espontánea, sin la intervención de potencias
extranjeras y sin que tengan líderes claramente definidos.
De Hong
Kong a Brasil, y de Túnez a México, hay abrumadoras evidencias de que ahí el
Kremlin se equivoca. Las protestas suelen ser espontáneas, no tienen una
organización jerárquica y no responden a una coordinación central. Muchas veces
ni siquiera tienen líderes permanentes. En lo que Putin y su grupo no se
equivocan es en temer que algún día millones de rusos hartos de ellos salgan a
la calle a exigir un futuro distinto.
Estoy en
Twitter @moisesnaim
Vía
El País. España
Que pasa Margarita
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