El gobierno de Maduro no es malo; es el peor gobierno de nuestra historia republicana y aun de nuestra época colonial. Desde el descubrimiento hasta poco antes de Emparan, en 1808, Venezuela fue “gobernada” por diferentes tipos de aventureros, hacendados-contrabandistas, licenciados y militares, que se dedicaron a la conquista y colonización. Comprobaron que tierra firme no era una Tierra de Gracia, sino un pobre lugar donde apenas desarrollaron una economía de subsistencia.
Después de su independencia, Venezuela sufrió las sangrientas y anárquicas batallas del caudillismo y la Guerra Federal, que solo concluyó con el férreo dominio de Juan Vicente Gómez. En un comienzo Gómez fue misericordioso tanto con opositores como con todo aquel que le cuestionase. Sin embargo, abundaron los presos políticos que cumplieron su condena realizando trabajos forzados para construir diversas carreteras por todo el país. Para resistir las protestas del estudiantado, cerró la Universidad Central de Venezuela durante diez años, con lo cual sumió al país en un franco atraso educativo.
Gómez, quien había tomado el poder traicionando a Castro, inició lo que se llama la hegemonía andina que termina con el general López Contreras, quien, con alto sentido de la alternancia, entregó el poder un año antes de caducar. Bajo el impulso de las luchas políticas y estudiantiles, realizó obras importantes como las contenidas del Programa de Febrero de 1936, que marcó un cambio de rumbo parcial. Fue el primer gran proyecto de reforma del Estado moderno venezolano.
Derrocado Pérez Jiménez –quien fue un dictador desarrollista–, bajo el empuje valeroso del pueblo, liderado por la Junta Patriótica, el Frente Universitario y, finalmente, la Marina y toda la FA. Triunfó la democracia la cual con sus vaivenes y conflictos inevitables, colocó al país en la ruta del desarrollo integral, no sin tener que luchar, vencer y apaciguar las guerrillas motorizadas por Fidel Castro, quien contando con con el oro de Moscú, financió la invasión de Venezuela por Machurucuto. El ardor no convirtió a Venezuela en un enorme erizo, en una cárcel o en un cuartel.
Desde Betancourt, en 1959, hasta Caldera II, en 1998, el país vivió en democracia y supo superar las crisis económicas y políticas accionando los instrumentos constitucionales. Desde el poder no se cultivó nunca la política del odio, el rencor y la exclusión. Pero ¿y Nicolás Maduro? Todos sabemos que este último heredó los males sembrados por Chávez que luego se convirtieron en árbol del odio y el rencor, latrocinio, disparate económico bajo su mando.
El país padece la inflación más alta del mundo, aguda escasez, desmejora de los servicios públicos, mengua de los salarios, inseguridad casi absoluta, penuria en los servicios de salud, lo cual ha empobrecido a las mayorías, no obstante los enormes ingresos captados bajo Hugo Chávez y de su sucesor. Este empobrecimiento se ha agravado por la caída de los precios del petróleo, pero sus causas anteceden a esta situación. Encuentran sus raíces en el proyecto político obsoleto implantado por Chávez y seguido por Maduro que ha despilfarrado los enormes recursos recibidos (1,3 billones de dólares), destruido la agricultura, la industria y el comercio, disparado la inflación y aumentado la dependencia del petróleo y de proveedores foráneos, en grados nunca vistos. Estas acciones se conocen como “traición a la patria”.
Chávez estableció un sistema totalitario. Hannah Arendt vio una nota distintiva de los sistemas totalitarios del siglo XX en el hecho de que estos han convertido la mentira en fundamento de su política criminal, y lo han hecho en una medida hasta entonces desconocida. Lo opuesto a la mentira no es la verdad, sino la veracidad, el que está persuadido de lo que dice y quiere persuadir de ello a otro no miente ni siquiera cuando sus afirmaciones son erróneas. Tal como ya advirtió san Agustín, la mentira implica la intención de inducir a alguien al error. El mentiroso conoce el verdadero estado de cosas y, por las razones que sea, hacer una simulación de hechos falsos. Basta con oír algo de la cadena mediática oficial para comprobarlo.
Debemos pensar concretamente en la política del odio, esa política que niega radicalmente al otro, que busca su destrucción física o simbólica, que rechaza cualquier entendimiento con él. Estamos llamados a reflexionar sobre la enemistad porque esa rabia intrusa está marcando nuestra convivencia o, más bien, la está socavando. El conflicto, componente indispensable de cualquier sociedad viva, adquiere intensidad bélica. El desacuerdo no es ya motivo de confrontación sino un llamado a la supresión, por eso hay que abrir los ojos ante el poder del rencor y ubicar sus raíces si es que queremos hacerle frente. El rencor, fundamento del pensamiento fascista, parece revivir en nuestros días vistas las diatribas del radicalismo oficialista. El éxito de la política del rencor es síntoma de un fracaso.
Pero todo esto tiene solución, mas no con la camarilla militar civil que controla el poder y que, como perro de presa, no suelta el botín que lo enriquece. Muchos sectores de la sociedad venezolana han señalado que este camino solo conduce al abismo o a la dictadura totalitaria, junto con el hundimiento de un país rico en recursos; pero esa camarilla no está sorda, simplemente no hace caso porque dar un giro correcto implicaría soltar la presa del poder, fuente de sus riquezas mal habidas.
Pero, antes de que caiga la noche, antes de que las tinieblas que hoy tragan la luz del sol, oculta tras negros sables, brillarán todos los soles de todos los universos. Ahí está el 6 de diciembre, el comienzo de un nuevo rumbo. Venezuela no es un paraíso, ni una tierra de gracia: es una tierra donde todavía hay un hombre bueno que “ama, sufre y espera”, como decía el gran Gallegos.
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