Sunday, November 22, 2015

Escándalos

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Antonio Oruño

Mucha tinta se ha vertido (y muchos bytes se han malgastado) en murmurar sobre la vida privada de los escritores. Que si Víctor Hugo le metía las amantes en su propia casa a la esposa (o se las instalaba al otro lado del jardín). Que si Simone de Beauvoir trataba con la punta del zapato a Sartre pero cuando se enamoró de Nelson Algren (y escapó con él) hasta le cocinaba omelette. Que si Virginia Woolf se hartó de soportar al esnob de su marido y por eso hizo lo que hizo. Que si Borges en privado era un mocho de aquellos. Que si Franzen envidiaba horriblemente a David Foster Wallace… En fin.
El caso más reciente es el del peruano Mario Vargas Llosa, cuyo affaire con la socialité hispano-filipina Isabel Preysler (ex esposa de Julio Iglesias y madre, por tanto, de su hijo, el baladero Enrique del mismo apellido), ha roto casi todas las marcas anteriores de escándalo en el “medio”, al menos en lengua española. Varios asuntos han contribuido a ello. Primero, que Vargas Llosa, Nobel de literatura y figura principal en el “Boom” latinoamericano, es el autor vivo más reconocido de la lengua y cada cosa que haga o deje de hacer tiene millones de miradas encima. Segundo, que sus posiciones políticas, que él califica de liberales y sus detractores de reaccionarias, lo han colocado en el centro de continuas polémicas y controversias en los recientes tres o cuatro decenios al respecto de toda clase de temas, tanto con la izquierda cultural y política como con algún sector de la derecha conservadora: Cuba, el Oriente Medio, Perú, Venezuela, América Latina, izquierda y derecha, los derechos de las minorías, etcétera. Tercero, que el novelista es un hombre casi octogenario, su nueva pareja va para los setenta y para muchos resulta imposible imaginar a personas en esas edades “rehaciendo” su vidas y relacionándose. La prensa “rosa”, vaya, está acostumbrada a los dislates de jovencitos o cuarentones… pero rara vez de viejos. Claro, esto no pasa de ser un prejuicio tonto. Pero tan extendido que resulta imposible omitirlo de la conversación.
No pocos de críticos han reprochado a Vargas Llosa, que recientemente publicó una diatriba contra la “civilización del espectáculo”, haber terminado como protagonista de una suerte de telenovela. Es decir, de incurrir en lo que execra. Pero me parece que no hay necesidad de estar de acuerdo con todas y cada una de sus posiciones políticas para refutar esta afirmación. La culpa de que la vida privada de los figurones anide en los encabezados de los medios impresos y los titulares de los medios electrónicos no es, en todos los casos, de los figurones pero siempre la es de los periodistas que los queremos seguir hasta la intimidad del dormitorio. ¿Que Vargas Llosa no hizo lo suficiente para evitar esa situación? Tengo la impresión de que, mientras respete las leyes y afronte las consecuencias, una persona debería tener el derecho de hacer lo que le viniera en gana. Incluso si es un Nobel.

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