Chernóbil, lo dice la autora en una entrevista a sí misma, es una tragedia del tiempo. Nadezhda Petrovna Vigóvskaya, quien fue evacuada de Prípiat, describe las etapas: primero, la rabia y la pregunta por los culpables; a continuación, el imperativo de la supervivencia: qué hacer, cómo salvarse de un mal invisible que avanza dentro del cuerpo. Después, el regreso al pasado. La recapitulación de la vida perdida, la lucha, la más de las veces silenciosa, por comprender cómo ocurrieron las cosas.
Me ha ocurrido mientras avanzaba en la lectura de Voces de Chernóbil(De Bolsillo, Random House Mondadori, España, 2015) que las conexiones mentales surgían aquí y allá. Un ejemplo: cuando Liumila Ignatenko cuenta la atroz mutación que sufrió el cuerpo de su esposo mientras estuvo en un hospital, bombero que recibió el impacto directo de la radiación (“le salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado”), me ha resultado inevitable la asociación con los relatos del médico Michihiko Hachiya y del periodista John Hersey, que testificaron el modo como la radiación continuó matando mucho después de la explosión, en los libros que uno y otro escribieron sobre Hiroshima. Otro ejemplo: Cuando uno de los soldados que participó en el cordón que impedía a periodistas y familiares acercarse a buscar información, narra cómo un funcionario de la KGB le llamaba para “aconsejarle” que no contara nada de lo que había visto, desde algún lugar de mi memoria se ha levantado el nombre de Nadezhda Mandelstam, que en su Memorias hace patente la perversión de la estructura policial comunista.
Cuando un psicólogo de nombre Piotr dice que las palabras nos hacen frágiles; cuando Anna Petrovna Badáyeva sugiere que es inútil medirse con Dios; cuando alguien afirma haber olvidado su propia vida; cuando Yevgueni Alexándrovich Brovkin señala que Chernóbil es un evento al margen de la cultura; cuando Katia simplemente dice: “No hay libros para esto”; cuando Arkadi Pávlovich Bogdankevich se pregunta para qué hablar o cuando Serguéi Vasílievich Sóbolev opina que lo ocurrido supera cualquier posible comentario o cuando Nina Prójorovna Kovaliova, esposa de un liquidador (liquidador es un trabajador a quien se le asignaba la tarea de recoger residuos radioactivos), en medio de lágrimas, deja escapar que no tiene sentido sufrir sin palabras conocidas, y cuando la misma autora afirma que Chernóbil se halla por encima de nuestro saber y de nuestra imaginación, entonces pasa que Robert Antelme, Primo Levi, Charlotte Delbo, Ruth Kruger, Elie Wisel o David Roussett se aparecen en nuestros pensamientos porque nos recuerdan la figura del hombre o la mujer, impotentes ante la enormidad del sufrimiento padecido.
Estas asociaciones se refieren, en rigor, a la cuestión del testimonio ante el sufrimiento causado por hechos que sobrepasan la comprensión de las víctimas. No se proponen comparar el Holocausto a un terrible accidente nuclear, ni pretenden desconocer la cruenta especificidad de Chernóbil. En el fondo, se trata de hechos que no merecen compararse. La tentación de aparejar el dolor, de cubrirlos de un barniz de homogeneidad, es banal: desconoce la condición específica de cada dolor, de cada responsabilidad.
Enfermos de los que el Estado se apropió, sustrayéndolos del ámbito de sus familias; la aparición de una cadena de contaminación radioactiva que convierte cada ser y cada objeto de la existencia en un agente de la muerte (la escena de una mujer que se niega a creer que mientras amamanta a su pequeño, le está matando, es simplemente insoportable); una perversa secuela según la cual las víctimas adquieren la condición del apestado, portadores de una radiación de la que todos se alejan; el miedo a un cúmulo de enfermedades, silenciosas y desconocidas, que continúan irrumpiendo irreversibles, a lo largo de los años: así como el horror de Chernóbil no necesita compararse, puesto que se desborda por sí mismo, todo intento de hacerlo equivalente o semejante al Holocausto, es desproporcionado. Traición a unas víctimas y a otras. Distorsión que nos incita a olvidar que uno es el resultado de un accidente causado por un poder inescrupuloso, corrupto e incompetente, mientras que el otro fue nada menos que el programa de exterminio de todo un pueblo. Walter Benjamin lo explicó para todos nosotros: la comprensión de las víctimas, su legibilidad, depende de que su visibilidad sea concreta, asociada a lo que cada una tiene de singular y de complejo.
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